viernes, 24 de diciembre de 2021

MONÓLOGO DE LA LAVANDERA DEL BELÉN


 

«¡Uf, Dios mío, que estoy bardá! ¡Qué dolor de cintura! ¡Menudo lumbago que me han hecho coger! Claro, tanto tiempo aquí, de rodillas y doblada, y encima con esta humedad del río, y dale que te pego, dale que te pego al “puñomatic”, porque ahora todo es muy fácil, pero en Belén las lavadoras son a “tracción animal”, que mucho romanticismo con eso de las mujeres que se reúnen a lavar y cantar, a retorcer los trapos y contarse sus historias, pero, sí, hermosas del siglo XXI, a vosotras querría yo veros cargando con la colada del marido, los churumbeles y hasta los suegros y arrodillaitas en el río con las manos cortadas del frío y de tanto restregar.

»¡Ay, perdón, que no me he presentado! Soy Tamar, la lavandera del belén, sí, esa que todos los años ponéis al lado del papel de plata o, los más sofisticados, de ese hilillo de agua que llamáis río y en el que colocáis también algún pescador y un poco más allá al tío guarro ese que está dejando “un regalito” detrás de unas matas, que digo yo que bien podíais ahorraros el motivo escatológico o al menos ponerlo más lejos, que una ya tiene bastante con llevar siglos  agachá restregando trapos como para también tener que estar oliendo los efluvios de semejante mamarracho.

»Pero vamos, que lo mío no es nada. Para tute, el que le dais en los villancicos a la pobre María. Pobrecita mía, recién parida después de haberse pasado más de una jornada a lomos de una acémila y de haber tenido que dar a luz en una cueva sola con el marido, que digo yo, por muy santo varón que sea, al fin y al cabo tío es y ya se sabe que para las cosas de mujeres no es que sean muy apañados. ¡Si lo sabré yo que tengo siete y mi Simón ni se acercaba a mí con la historia esa de la impureza! Sí, sí, bonita excusa para escaquearse, ¡impura hasta que no lleve los pichones al Templo! ¡Anda que no saben nada los saduceos! Que bien que nos sacan hasta el último mite entre ofrendas y el cambio de los denarios, que como son del invasor pagano, también son impuros, aunque ellos no les hacen ascos cuando se los llevan los cambistas. Es que el clero ya se sabe…  

»Anda, venga, Tamar, tú a lo tuyo que te gusta mucho irte por los cerros de Galilea. Os decía que parece mentira, ¡pobre María! Con lo que tuvo que pasar, que un parto es muy duro por mucho que los teólogos bizantinos se empeñaran en eso de que el niño salió como un rayo de luz, ¡anda y que no se nota que son todos machos y no paren! Pues eso, que con lo que tuvo que padecer en esa noche y a vosotros no se os ocurre otra cosa que ponerla a la pobrecilla venga a correr de un lado para otro que si “María, María, ven acá corriendo” porque los niños se comen el chocolate, que digo yo que qué chocolate si en Judea no había cacao, o lo que es peor, porque los ratones le roen los calzones a José, ¡menudo inútil que ni de sus gayumbos sabe cuidar! ¿Y qué me decís de eso tan poético de “la Virgen lava pañales y los tiende en el romero”? ¿Pero creéis que la criatura estaba para estos trotes? Y mientras el papá del retoño, ¿qué? ¿Bebiendo con los peces en el río?

»Eso sí, a mí los que me gustan son los villancicos surrealistas, como ese de la tía Pantoja que se sentó en un hormiguero o el de la boda de las pulgas y los piojos. No sé si tienen mucho que ver, pero son divertidos. Ahora, para buenos, los de los gitanos. Esos sí que saben: “la Virgen lavaba, San José tendía y el Niño Manuel agua les traía”. ¡Ole, sí señor! ¡Aleluya! Eso sí que es una familia igualitaria y lo demás es cuento. ¡A ver cuándo aprenden mi Simón y los cuatro zánganos de hijos que tengo en casa!

»Pero mientras, aquí sigo año tras año, si me queréis buscar, estoy en el belén, al lado del papel de plata o del riachuelo de agua. ¡Hale! Felices fiestas, y ya sabéis, si vais a conducir, dejad que sólo beban los peces».

sábado, 9 de enero de 2021

FILOMENA, LA MUY AMADA

 


No, ella no es la culpable. Filomena, la muy amada, una borrasca, y, como diría mi buen amigo Abukasim, "la borrasca se llama borrasca" y, añado yo, hace las cosas propias de una borrasca: tronar, llover, nevar, ventear, helar... Proprium de tempore, que comentaría un liturgista, lo propio de esta estación.

Los antiguos, en los tiempos en los que no se bautizaba a los fenómenos atmosféricos y la estación metereológica consistía en el dolor de huesos, la observación de los animales y a lo sumo una veleta, decían que año de nieves, año de bienes, pues la nieve mantenía húmeda la tierra labrada y nutría las corrientes, lo que significaba pingues cosechas y agua en abundancia. Además, el frío de la helada quemaba las malas hierbas (algo que no nos vendría ahora mismo nada mal). Es decir, un invierno como mandan los cánones representaba el mejor seguro contra el hambre y la carestía. La estación de boreas era temida por sus inclemencias, pero en ella se veía el germen de la esperanza, de la luz renacida y de la futura prosperidad.

Sin embargo, para los urbanitas del siglo XXI, que no llenamos los cántaros en las fuentes ni lavamos nuestra ropa en el río, para quienes la metáfora de la cornucopia consiste en un carrito de hipermercado hasta los topes, borrascas y tormentas no representan sino un terrible contratiempo, una contrariedad y una molestia. Y echan la culpa a Filomena, ¡pobre Filomena!, "Filomena a mi pesar", que diría ella misma parafraseando a Torrente Ballester si las bajas presiones tuvieran capacidad de pensar. 

Pero no, ella no es la culpable. La borrasca es borrasca y cumple su cometido, y el invierno es invierno y tiene su razón de ser en el ciclo natural. Somos los seres humanos, con nuestro ritmo frenético y nuestra absurda forma de vida los responsables del caos. Somos nosotros y nuestra injusticia estructural quienes hacemos que hoy haya gente helándose en las calles e infraviviendas sin medios para mantener calientes a sus ocupantes. Son nuestros gobernantes, incapaces de poner en marcha planes de emergencia quienes no dan la talla ante algo tan natural como que nieve en enero. 

Filomena, con sus temporales y tormentas no hace más que poner en evidencia lo que todo el año está ahí, aquello de lo que no nos ocupamos, porque solo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena y sopla el aquilón. 

martes, 17 de marzo de 2020

CUENTOS DESDE MI ENCIERRO: LA EPIDEMIA DEL DJIN



Cuentan antiguas leyendas, que si no son veras son bien halladas, que en un tiempo muy lejano en un país del Oriente a un djin que estaba muy aburrido para pasar el tiempo se le ocurrió meterse entre las ropas de una doncella que se encontraba recogiendo cañas a la orilla de un río. La muchacha, cuando sintió algo parecido a un leve soplo que recorría su cuerpo, pues el djin era un elemental de aire, empezó a reír sin parar ante el cosquilleo que el movimiento del genio le producía.

Al reír, la joven bamboleaba con ritmo de un lado a otro sus pechos, lo que divertía sobremanera a la diminuta criatura, por lo que comenzó a deslizarse, como si de una suave duna de arena se tratara, por uno de aquellos amenos montículos, cuya cima, con la caricia sutil del aire, se elevó puntiaguda y desafiante.

La joven empezó a experimentar cómo aquellas cosquillas que antes la hacían reír iban poco a poco transformándose en un desconocido arrebato. Se sintió toda estremecida como nunca había estado, morosamente arrobada, con un placer que antes le era ajeno. El djin jugaba entre sus firmes y jóvenes senos que ahora eran movidos por su respiración entrecortada. La doncella, ajena a todo, vivía una plenitud hasta entonces nunca conocida, jadeante y bienaventurada, que la elevaba por momentos y retorcía su cuerpo en busca de mayor satisfacción.  

El djin, llevado por la sinfonía de sensaciones que el cuerpo de la muchacha interpretaba, descendió hasta su ombligo y allí, juguetón, se enroscó en su perfecto círculo para seguir acariciando su vientre hasta perderse en el inexplorado jardín, húmedo y umbrío, escondido en su entrepierna. Fue entonces cuando la joven sintió que ascendía al paraíso. Cuanto más bajaba el djin, más subía ella; cuando este más se perdía en su laberinto, más encontraba ella el culmen de su éxtasis hasta llegar a paladear cómo todo su ser se fundía con el universo y explotaba en luminarias encendidas que brotaban de lo más profundo de su entraña.

Cansado del juego, el djin abandonó la espesura para  refugiarse en el costado de la muchacha, quien, agotada, había ido a reclinarse entre unos arbustos mientras recuperaba el resuello. Entonces oyó que a lo lejos un grupo de jóvenes de la aldea la llamaban y al abrir los ojos descubrió que el sol estaba ya muy bajo, señal inequívoca de que la jornada finalizaba y era hora de volver a casa.

La joven se arregló sus ropas y su pelo y corrió a reunirse con sus compañeras, quienes se mostraron preocupadas por su tardanza e intrigadas por el motivo que parecía haberle impedido realizar su tarea. Fue entonces, en el camino de vuelta a la aldea, cuando la doncella contó a sus amigas la desconcertante y al mismo tiempo placentera experiencia que había vivido, ante cuyo relato todas se mostraron a un tiempo curiosas y excitadas.

Con el murmullo juvenil de las voces de las muchachas despertó el djin, que había pasado todo este tiempo en las entretelas del costado de la joven campesina y se maravilló al descubrir tan nutrido grupo femenino, por lo que, dispuesto a repetir la experiencia, saltó de las ropas de la doncella al escote de una de sus amigas por donde se introdujo dispuesto a explorar también aquellas ignotas regiones en cuanto tuviera oportunidad.

Y de ese modo fue cómo, una a una, todas las jóvenes casaderas de la aldea fueron contagiadas de tan placentera infestación. Así, cada mañana, cuando se encaminaban juntas al río, siempre había una que tenía un brillo especial en los ojos y una sonrisa picarona que las demás ya sabían interpretar. Entre ellas se contaban del disfrute nocturno de imaginadas caricias, de un soplo juguetón y caprichoso que las encendía, de la sensualidad de su experiencia y del gozo arrebatado en sus entrañas, en resumidas cuentas, del secreto de un feliz contagio que había ido saltando de una a otra para llevarlas por la senda del sublime descubrimiento del poder oculto que se encerraba en sus cuerpos.  

miércoles, 11 de septiembre de 2019

BODAS DE PLATA

Veinticinco años han pasado desde el día en que aconteció esta pequeña historia personal. Veinticinco años en los que la vida nos ha ofrecido un surtido variado: alegrías y penas, sosiego y preocupaciones, salud y enfermedad, pobreza y riqueza... Un hijo con el carácter  de su padre y las aficiones de su madre, y una hija puñetera como su madre y con los gustos de su padre, más cuatro gatas. Un buen saldo de esta travesía que partió de la otra orilla del Estrecho, de Tetuán con

UNA BODA EN LA MEDINA


La medina de Tetuán es un dédalo intrincado de callejuelas al que se accede por diversas puertas, en otros tiempos de cierre nocturno, una paleta en la que aromas variopintos mezclan sus colores, un lugar de verdad que todavía no se ha convertido en escenario y cartonaje para turistas. Allí la vida fluye real y cotidiana en el horno y el hamman, en el mellah antiguo con el puzzle de sus casonas milagrosamente encajadas y en los zocos populares de la gente bajada de la montaña, donde  la lujuriosa variedad de frutas y hortalizas de temporada se entremezcla con el olor acre de los animales vivos para el sacrificio.

Y es que cualquier cosa que pensarse pudiera es fácil de encontrar entre los muros de esta ciudadela salpicada de minaretes y diminutas mezquitas como pajes de un particular séquito que escoltara la majestad de  Yamaa Kebir, la casa grande de oración, con su patio porticado y su orgullosa torre de mirada fija al oriente. Allí va el prometido a comprar los anillos de la dote a las minúsculas joyerías de Mohammed Torres, antigua calle Comercio; allí la señora que busca tela para un hermoso caftan o el caballero que desea un chilaba de buen corte confeccionada por un sastre de los “de toda la vida”; allá, al lado de Bab Ruah, frente al palacio, la chiquillería deseosa de degustar dulces tradicionales y contemplar las pajareras o los paladares exquisitos en busca de frutos secos y dátiles de diversa calidad y calibre; y más abajo, por el camino del cementerio, el olor inconfundible del hueso de la taracea forma conjunción alquímica con la pestilencia de las curtidurías cercanas al barrio de los artesanos del cuero, pero para entonces ya habremos pasado por infinidad de comercios y tenderetes preñados de más variados objetos y mercancías: tiendas de ropa tradicional y occidental, nueva y usada, puestos de segunda o vaya usted a saber qué mano, bazares, estrepitosas casas musicales con su soniquete de rai o la eterna voz melancólica de Feiruz, fotógrafos que exhiben  sus reportajes de novias circunspectas o niños circuncisos, palacios para celebraciones con sus propias orquestas y el inevitable palanquín en la puerta, buscavidas de los más diversos oficios, vendedores de mercancía ceutí… Y gatos, muchos gatos, gatos de todos los pelajes y tamaños: enormes machos atigrados, mininos negros como pequeños shaitanes, rubios o moteados y moriscas de ubres colgantes que amamantan la enésima camada. Porque es que para un occidental es chocante no encontrar un solo perro en la medina tetuaní, pero los gatos forman un submundo, son otra sociedad con sus propias clases y reglas y, como no, sus derechos consuetudinarios adquiridos.

A mí siempre me gustó perderme por estas callejas. Antes de conocer a Khalid, cuando, ¿quién lo diría?, si alguien me hubiera soplado al oído que mi boda se iba a celebrar dentro de estos muros hubiera soltado una soberana carcajada, en cualquiera de mis muchas  escapadas al moro, solía coger a una mis sobrinas, que entonces no era más que una niña, de la mano y corría a perderme literalmente entre la multitud abigarrada en la plaza del palacio camino de aquel territorio prohibido por desconocido a impregnar mis sentidos con  su peculiar algarabía. Entonces casi no me atrevía a llegar  más que al cruce de la farmacia. Era el recorrido ya sabido, el terreno firme del que era conocedora, un pasaje de ida y vuelta que en cada incursión iba ampliando más, atraída por  el deseo de romper los velos del misterio de aquellos barrios,  de los pasajes sombríos  y los portalones de sus casas de rejas andalusíes, no tan distintos a muchos de mi tierra natal, pero que, a diferencia de estos, conservan aún el sabor de lo cotidiano y la sangre de la vida por las arterias de sus recoletos callejones en medio de una decadente belleza que pide a voces una restauración.

Visto en la distancia, llego al convencimiento de que tal fuerza de atracción no era otra cosa que el futuro, empeñado en llamarme y advertirme que en breve, este mundo iba a formar parte determinante de mi vida y de mi historia.

En Marruecos, como en todo el ámbito musulmán, y en realidad en cualquier cultura, las bodas son un acontecimiento familiar y social de primer orden, un universo simbólico cargado de ritos, tradiciones y gestos con sus significados propios que se entrelazan para formar un tapiz multicolor de sentidos a veces olvidados. El matrimonio es de capital importancia en el Islam, hasta el punto de considerarse que quien se casa realiza la mitad del din y, aun siendo un contrato privado entre un hombre y una mujer, hay que darle la mayor publicidad posible, hacer partícipes a la familia, las amistades y el vecindario de la fiesta. Por eso se adornan con guirnaldas de luces y estrellas luminosas las puertas de los desposados, se traen orquestas tradicionales y las celebraciones pueden durar días, durante los cuales  exquisitos manjares, dulces, té y bebidas, sin alcohol, claro, corren a discreción para agasajar a toda aquella persona que asome por el dintel, mientras la novia, la arusa, es embellecida por sus hermanas y amigas y cambia frecuentemente de atavío.

Lo que la mayoría de personas ajenas a esta cultura desconocen es que los protagonistas de estos fastos hace ya algún tiempo que, legalmente, son marido y mujer. Entre los musulmanes el matrimonio no es considerado, como en las iglesias cristianas, un sacramento, entre otras cosas porque tal concepto no existe en su universo religioso; es un contrato con sus cláusulas y condiciones y ha de firmarse con los padres, o algún varón de respeto de la familia, como testigos delante de dos jueces, los abdules, que dan fe de que ambos contrayentes son aptos y van libremente y de la cuantía de la dote que el desposado entrega a su futura mujer. Pues bien, este requisito legal, que generalmente se realiza en el domicilio paterno de uno de los novios, es  una sencilla ceremonia privada tras la cual los asistentes se regalan con un té y unos pastelitos o a lo sumo con una comida; la gran celebración, el momento de tirar la casa por la ventana, vendrá meses o incluso un año  o dos después. Durante ese periodo continúan viviendo con la familia de origen aunque ya podrían realizar vida conyugal plena.

Yo, aunque conocía esta circunstancia, por cierto muy frecuente entre los pueblos semíticos, nunca me había explicado del todo la razón de esta postergación. Y es que, por mucho que frecuentara aquellas tierras, mi mentalidad no dejaba de ser occidental, ¿qué necesidad había a finales ya del siglo XX de mantener una costumbre que me resultaba más bien propia de mis lecturas del Antiguo Testamento? A mi, que tenía infinidad de amigos varones con los que incluso había llegado a compartir piso de estudiante, que me relacionaba con toda naturalidad con todo bicho que se moviera independientemente de su sexo,  no dejaba de parecerme un tanto artificial y falsa esta costumbre y la juzgaba como un gesto más de hipocresía social de los que se dan en cualquier parte del mundo, algo así como el vestido blanco de nuestras novias, que dicen simboliza la pureza y la virginidad, aunque muchas ya ni se acuerden de ello. Luego me daría cuenta que tenía aún mucha más actualidad y validez de la que yo en principio le otorgaba.

Y es que, a pesar de la escuela mixta, del acceso de las chicas a la universidad y al mercado laboral, la segregación sexual todavía sigue siendo fuerte en Marruecos y, aunque algunos casos se darán, casi no se conocen noviazgos al estilo de los nuestros. Los jóvenes tienen pocas oportunidades de conocerse e intimar y todavía está muy vigente entre ciertos sectores sociales la búsqueda de pareja por medio de vecinos o parientes así como los matrimonios dentro de una misma familia entre primos. Siendo así las cosas, hagamos el juicio que hagamos de ellas, es normal que las parejas se den un tiempo para poder tratarse con mayor libertad y conocerse, en todos los sentidos, con vistas a la formación de una familia, ya que de otro modo difícilmente pueden llegar a un conocimiento mutuo, por lo que este periodo de tiempo equivaldría a algo así como lo que en nuestro contexto eran esos noviazgos tradicionales en los que el padre de la joven debía dar permiso al  chico para “entrar en casa”  o se iba a “pedir la mano” de la muchacha en cuestión (curiosa metonimia por cierto, ¿o tenemos que llamarla mejor metáfora?), y hemos de reconocer que estas costumbres no nos cogen tan lejos.

Personalmente siempre me costó aceptar esos usos sociales. Mi natural libertario y mi convencimiento feminista me han hecho desde muy jovencilla rebelarme ante esa subordinación de la mujer que debía pasar de la tutela del padre a la del marido y de hecho nunca pasé por ello, lo cual me costó no pocos enfrentamientos con la autoridad paterna. Por eso todavía se me hace más cuesta arriba pensar que una chica pueda consentir o incluso desear firmar un contrato matrimonial, por muy reversible que sea, con alguien prácticamente desconocido que una persona mayor de su entorno le ha buscado. Y lo mismo digo para el varón, que conste. Tal vez es que yo sea de las que tienen que calar el melón antes de comprarlo, y aun así, ¡cuántos melones salen pepinos! Pero, por otra parte, reconozco que el ser humano es un mundo, que no podemos juzgar situaciones a la ligera porque, ¿tanta diferencia hay entre encontrar tu pareja por medio de una tía o un vecino que a través de un chat en internet? Sin embargo lo segundo nos parece el no va más de la modernidad y el avance tecnológico, mientras lo primero lo relacionamos con primitivismo, clanes nómadas e intercambio de mujeres por cabras. Ambas situaciones son igualmente ajenas a mi modo de ver la pareja y el matrimonio, más que nada porque en el fondo lo que está subyacente es el deseo abstracto de emparejarse que yo nunca he sentido si no se me ha cruzado por delante la persona adecuada.

Y, como ya os conté anteriormente, esa persona se me cruzó cuando menos lo esperaba, y aquí me tenéis sometida a una serie de rituales completamente ajenos a mí, comprometiendo mi vida en una lengua que no entiendo del todo y representando un papel en el que nunca pensé que sería protagonista. Claro que lo mismo podría deciros Khalid, si alguna vez se animara a desnudar sus experiencias.

Había muchas cosas dentro del ritual de bodas que me resultaban chocantes y nada adecuadas a mi manera de pensar y ver la relación de igualdad entre hombre y mujer, pero, no es extraño pues lo mismo me había sucedido siempre con los usos matrimoniales de mi contexto social. Y es que, tengo que aclararlo, a mí nunca me han gustado las bodas y he evitado todas las que he podido. Si, curiosamente, había pedido en alguna ocasión asistir a alguna en Tetuán era más bien por interés sociológico y cultural que por otra cosa amén de por el colorido de los rituales. Sin embargo, la nuestra no sería una boda al uso.

Lo primero que tuvimos que hacer es arreglar una montaña de papeles, algo que os aseguro nada tiene que ver con la imagen romántica del matrimonio, tanto en el consulado español como en los ministerios marroquíes en Rabat, coleccionando sellos que a su vez exigían otros sellos de las más diversas oficinas. Nos tocó peregrinar de despacho en despacho, hacer cola con los familiares de los presos que van a solicitar permiso de visita en el Ministerio Interior, discutir por nimiedades debido al cansancio y al estrés que supone no saber cuándo te dirán que ese farragoso papeleo ha terminado. Parecía que la burocracia se había propuesto poner a prueba nuestra determinación de unir nuestras vidas. Y me contaban que para otras personas todavía había sido peor, pues yo al menos contaba con las relaciones que mi familia tenía con algunos funcionarios del consulado y esa parte, que me consta es bastante desagradable, se me hizo más leve ya que, al proceder de familia allí conocida, nadie puso en duda mis intenciones ni se me hicieron preguntas capciosas. Por  eso, desde aquí recomiendo a quienes decidan emparejarse legalmente con personas de otra nacionalidad, máxime si son de fuera de las fronteras de la Comunidad Europea, paciencia, mucha paciencia y nervios muy templados, por que es que la administración tiene razones que ni el sentido común ni el corazón podrán nunca entender.

Pero, al mismo tiempo que nosotros nos dedicábamos a reunir todos los requisitos administrativos, las mujeres de la familia de mi prometido se afanaban, ilusionadas, en otras cuestiones más festivas y domésticas. Y es que tengo que decir que todas ellas, su madre, sus hermanas, se tomaron como algo propio la celebración de nuestras bodas y volcaron en ello todas sus energías. Sé de algunas europeas que no han sido bien recibidas por las familias de sus novios marroquíes y el propio Khalid me contó situaciones nada agradables vividas por amigos y conocidos, lo cual no hacía más que afianzarme en el convencimiento de la suerte que había tenido al contar con una suegra que, si algún recelo hacia mi persona se había dado, supo neutralizarlo al abrirme su corazón y recibirme como si de una hija más se tratara, y con el respeto absoluto del padre de Khalid a las decisiones de sus hijos adultos. Desgraciadamente, ambos han fallecido ya, que Allah les haya concedido la paz.

En medio de tantos afanes,  yo me debatía interiormente entre mis profundas convicciones y mi deseo de agradar y agradecer  tantas atenciones y desvelos. Cuando Khalid me habló de la ceremonia de la henna, por ejemplo, la primera reacción fue negarme en absoluto a pasar por lo que imaginaba una tortura, el tener que permanecer quieta en exposición con manos y pies embadurnados en una sustancia más parecida al barro que otra cosa mientras un grupo de mujeres solas baila a mi alrededor y meriendan  té con pastas, ¡no sabía lo equivocada que estaba! Gracias a Dios oí el consejo que una persona me dio, “tu relájate y disfruta” y me dediqué a ponerlo en práctica. Era mi boda, me unía a la persona que quería, al varón que libremente había elegido, si las formas y simbolismos encerraban unas connotaciones patriarcales y machistas, como en casi todos los usos nupciales en el mundo conocidos, incluidos los occidentales, era algo que a mí, dadas mis circunstancias, no me afectaba, ¿acaso iba ser yo misma la que me hiciera mala sangre con nimiedades  y me amargara inútilmente aquellas jornadas?  De lo contrario, me decía, lo mejor era no haberme prestado, pero ya que estaba allí, no me costaba tanto seguir la sabia conseja, relajarme y disfrutar, ¡para una vez en la vida que iban a tratarme como una reina! Porque eso es una novia en Marruecos o en Noruega, una efímera reina, la protagonista indiscutible de un rito iniciático  que, se supone, le abre las puertas de una nueva vida. Lo que ocurre es que,  cuando el matrimonio no ha sido fruto de una libre elección, y a veces aun siéndolo, ese dintel suntuoso da paso a una dura existencia de esclava, y la muchacha de esta forma agasajada, vive esos momentos con tal zozobra y miedo al incierto futuro que le espera que en sus ojos no se reflejan sino tristeza e incertidumbre ante la perspectiva de abandonar la tranquila cotidianidad del hogar paterno.

Siempre he constatado que las desposadas, sean del lugar del planeta que sean, observan en sus gestos cierto pudoroso recato, así como una afectada felicidad. Se entiende que han de estar bellas y radiantes, a la vez que sumisas y dulces. Esta impostura me había hecho muchas veces sonreír  cuando la que se veía en tal tesitura era alguna amiga cuyo fuerte carácter  e independencia eran públicos y notorios. Pero ahora me tocaba a mí, y en un contexto que no era el mío, entre personas que muchas de ellas desconocidas y en unas ceremonias que acentúan todos esos rasgos. Y decidí que, por más que pasara por todos esos ritos, no iba a dejar  ni de ser yo ni de disfrutar.

Al cabo de los años, cuando repaso las fotos de esos momentos vuelvo a revivir aquella tarde en el salón de la casa de mis suegros, rodeada de las mujeres de la familia, y veo a una joven vestida de blanco, envuelta en encajes, con manos y pies tatuados con hermosas filigranas de color cobrizo sentada sobre una pila de cojines, mientras que a mi mente vuelven agradables sensaciones: el aroma penetrante del té con hierbabuena, la dulzura de los pastelillos, la algarabía de la música que invitaba a bailar, tanto que yo misma, dejando a un lado la circunspecta seriedad que había visto en otras arusas, que cierran los ojos y apenas se mueven, en el momento que puede abandonar la inmovilidad a la que los emplastos de henna me obligaban, me lancé a mover las caderas con la sugerente melodía que a todas las presentes ya envolvía con sus sones rítmicos y sensuales, atrevimiento que motivó que alguien subiera una vieja cinta venida sabe Dios cuando de España y que tuviéramos un fin de fiesta que hoy calificaríamos de “intercultural” bailando por sevillanas.

En la medina de Tetuán, que es la ciudad antigua amurallada, se celebran en verano muchas bodas, debido a que los viejos palacios del barrio se han acondicionado para estos acontecimientos. Quien quiera ver  una de ellas en todo su esplendor, no tiene más que acercarse y podrá comprobar la magnificencia de estos rituales: orquestas, palanquines para pasear a la recién casada, luces, y comida, sobre todo comida. Al caer la tarde las mujeres, ataviadas con los típicos kaftanes, que se cubren debajo de la chilaba, vuelven de sus festejos con sus paquetitos de dulces en las manos, y al anochecer comienzan las fiestas de los varones y aquellas en las que se reúne toda la familia. Sin embargo, nuestra boda, por deseo de ambos, fue mucho más sencilla. Aunque se sacrificó un cordero, me vestí de forma adecuada al evento, hubo algarabía de albórbolas y fiesta, nosotros, a diferencia de otras parejas, lo que teníamos que hacer era eso, casarnos, dar nuestro expreso consentimiento ante los abdules cada uno acompañado de un varón de respeto de su familia, además yo, lo quisiera o no, tenía que recibir mi dote, las dos cosas que más me costaba asimilar de todo este conjunto de ritos y tradiciones. Si yo llevaba años siendo independiente y  gestionando mi vida, ¿a qué venía ahora tener que contar con un familiar, además de sexo masculino, para que me “entregara”? ¿No era yo la que voluntariamente decidía vivir en pareja? ¿Y la dote? ¿No era una especie de “compra” de mi persona? Durante muchos días lo hablamos Khalid y yo. Por la “entrega” no tenía más remedio que pasar, así lo exige la ley, y no servía una mujer (yo creo que eso es lo que más me fastidiaba), pero para eso estaba mi tío que se prestó a hacerme una vez más de padrino (ya lo había sido hace muchos años ante la pila bautismal); ahora bien, a la dote me resistía con todas mis energías: “vamos, que no ha nacido el tío que me compre, pensaba; que yo ni con todo el oro del mundo paga me paga a mí este”. Y él, con la paciencia que le caracteriza, venga a explicarme una y otra vez que no, que no era compra, que eso se considera un regalo que el novio le hace a la esposa, que ese dinero es para ella, no para su padre o su familia, que las mujeres se sienten bien y orgullosas cuando se lo dan. Sí, le respondía yo, pero eso serán las de aquí, porque lo que soy yo no necesito que tú me hagas ningún “regalo legal” de ese tipo. Así llegamos sin aclararnos al momento de la firma y, como era también requisito imprescindible, opté por preguntar  si existía un mínimo establecido y cuando me dieron una respuesta afirmativa me acogí él como rechazo testimonial a tal práctica. Después de los años he llegado a comprender que para muchas mujeres la dote representa el único dinero verdaderamente propio que van a manejar en la vida y que en su contexto social puede llegar a ser un prestigio el recibir una cuantiosa, por más que a mi me siga pareciendo una especie de compra-venta. Si las mujeres fueran verdaderamente autónomas e independientes, y no me refiero sólo a independencia económica, a buen seguro que rechazarían tales prácticas o estas quedarían reducidas a meros gestos simbólicos, recuerdos del pasado, como las arras que se utilizan en las bodas católicas, que en origen no eran otra cosa que el símbolo de los bienes que el marido compartiría de manera unilateral con su esposa.

Hubo un gesto que sí tuve especial interés en no saltarme, al que de verdad encontré sentido aunque no era de obligado cumplimiento legal, sino una bonita tradición preñada de simbolismo: antes de que la pareja se retire la madre del novio les ofrece dátiles y un tazón de leche del que ambos contrayentes beben. Me parecía que era una bella e íntima manera de sentirme acogida en la que ya consideraba también mi familia, y el hecho de que fuera precisamente su madre la persona que lo oficiaba todavía le confería más valor sentimental y afectivo, un acto de comunión casi sacramental.

Lo que sí me perdí, y me hubiera gustado realizar, es el paseíto en palanquín, ¡con lo bien que me lo hubiera pasado ahí dentro! Pero había una dificultad insalvable y es que ese artilugio se utiliza para llevar a la novia desde la casa de sus padres hasta el domicilio conyugal, ¡y o no iba a cruzar el Estrecho dentro de esa caja a hombros de unos esforzados varones! Además, y pensándolo bien, aparte de la juerga que podía yo montar durante el recorrido, no podía olvidar que esta es otra de las formas de encerrar a las mujeres, ya he dicho que casi todos los rituales nupciales suelen ser bastante machistas,  y para encierros los Sanfermines.

Recuerdo con muchísimo cariño este día de mi boda marroquí y aún ahora, no puedo evitar emocionarme mientras escribo estas líneas. Para mi fue la entrada oficial a una realidad muy distinta a la mía y en ese sentido sí puedo considerarlo un ritual de paso, el dintel de una nueva vida en la que tendría que incorporar también otras miradas y experiencias que me obligarían a abrirme a un universo cultural muy diferente en el que tendría que aprender a desenvolverme desde mi propia identidad procurando enriquecer  mi ser con todo el caudal de valores que en él pudiera hallar. Y en ese empeño estoy todavía.

Si nos ponemos en la perspectiva del que ya era mi marido, tendríamos que reconocer que ese ritual de paso, ese atravesar el dintel, lo hizo él días más tarde cuando, una vez de vuelta en Sevilla, celebramos nuestra boda cristiana. Imagino que para él tampoco debió ser fácil someterse a nuestras costumbres y traiciones, por más que la de aquí tampoco fue una boda al uso, de esas que hacen un despliegue para mi gusto desproporcionado de gastos y festejos, sino una ceremonia íntima muy preparada, que para algo una es teóloga, en una pequeña iglesia (eso sí, oficiada por dos curas que a punto estuvieron de ser tres) seguida de una pequeña celebración con familiares y amistades. Y es que, al menos en nuestro caso, se ha cumplido la afirmación que oí en cierta ocasión, que no deja por otra parte de ser un tópico más, y que decía que la duración de un matrimonio es inversamente proporcional al derroche realizado el día de la boda.
(Del libro De amores y sabores. Recetas y secretos de una familia intercultural)



jueves, 21 de marzo de 2019

QASIDA

Y fue a esa edad... Llegó la poesía
a buscarme. No sé, no sé de dónde
salió, de invierno o río.
(Pablo Neruda: La poesía)


Llegaste un día
como lluvia preñante de sentidos
para inundarme en el primigenio balbucir del mundo.

Fuiste 
aguijón clavado en piel ardiente,
danza en el éxtasis de los enamorados,
sutil caricia en sílabas de aire
y vendaval arrebatado en la playa de unos versos.

Me llevaste
por la senda de la palabra inefable
y fui criatura en edén prohibido
que osó tocar el verbo con sus manos,
profanar con su pluma el logos del origen.

Me sedujiste
en madrugadas insomnes al calor de tu abrazo,
en silenciosas vigilias en busca de tu beso
mendigando el favor de tu mirada,
de la levedad de tu esencia de espuma.

Llegaste un día
y ya para siempre habito
en el balbuceo insondable de los tiempos.




domingo, 6 de enero de 2019

LA ESPOSA DE GASPAR


     El Bosco: La adoración de los magos. Óleo sobre tabla. Museo del Prado.


En primer lugar os diré que llevo años, siglos más bien, con la intención de escribiros para daros las gracias por el recibimiento que cada seis de enero hacéis al espíritu de mi querido esposo y de sus dos compañeros. Gaspar fue un buen hombre, no puedo quejarme, y con él tuve una buena vida. Pero sobre todo, estar a su lado me permitió poder desarrollar mi gran vocación de sabia, de conocedora de los secretos del universo. Juntos observamos las estrellas e hicimos un gran equipo. Porque mi Gaspar no fue rey. No, por mucho que Tertuliano se empeñara, nosotros no éramos de la realeza, ni lo queríamos, aunque a veces, ¿por qué no decirlo?, pienso que no nos habría venido nada mal contar con algo más de riqueza, sobre todo cuando ocurrió todo aquello de la estrella, porque ya se sabe que la ciencia, la erudición y la sabiduría, lo que es prestigio, puede que den, pero de comer..., de comer ya es otro cantar. 

Pues como os iba contando, Gaspar y yo vimos una noche una nueva estrella e inmediatamente nos pusimos a hacer cálculos. Tanto a él como a mí nos intrigó ese extraño astro y no paramos hasta descifrar su significado. En buena ley, tengo que decir que fue mi marido quien encontró primero los datos, pero también que, si no llega a ser por mí, lo hubiera dejado pasar. Para Gaspar, el hijo de un modesto carpintero, aunque este alegara proceder de la familia de un monarca de hacía más de novecientos años, nacido en una aldea perdida de Palestina no revestía ningún interés por grande que fuera el cuerpo celeste que nos anunciaba su llegada. Fui yo la que supe leer la importancia de la criatura, la que calibré el valor de lo pequeño, y la que le abrí los ojos, ya que todo ser que viene a la vida es importante. También vi otras cosas, como el destino que el mensaje de ese niño judío iba correr y las atrocidades que algunos harían en nombre de alguien que, yo lo sabía, había venido a la Tierra a predicar el amor, la justicia y la solidaridad. Pero esas son otras cuestiones y no quiero irme por las ramas, que luego dice Gaspar que soy una parlanchina irredenta y que me pierdo en mil elucubraciones. Lo que pasa es que el muy simple no es capaz de seguir mi sinuoso pensamiento.

Cuando mi buen esposo se convenció por fin de la importancia de nuestro descubrimiento, decidió que tenía que invertir nuestros parcos ahorros en seguir la trayectoria del astro. Yo me puse muy contenta y le dije que tendríamos que salir sin demora, pero mi marido me miró extrañado y me respondió que las cuentas no le salían, que solo uno de nosotros podría hacer ese viaje y que era evidente que una mujer sola no podía viajar pues era una temeridad que una fémina se adentrara por esos inciertos senderos. 

Ya os podéis imaginar cómo me sentó la respuesta de Gaspar. Podíamos haber ido los dos si no se hubiera empeñado en aparentar lo que no era y se hubiera limitado a llevar nuestra pareja de camellos, que siempre nos habían dado tan buen servicio. Pero él estaba convencido (o mejor dicho, lo había convencido yo) de que el niño de Belén merecía todo nuestro agasajo, y además pensaba que no seríamos los únicos magos que habríamos visto su estrella, que habría otros y, por tanto, tendría que estar a la altura. Y a esto hay que añadir que compró el mejor incienso de Arabia, que esa es otra. Por más que le argumenté y le expliqué que un recién nacido lo que necesita son pañales y ropita de abrigo, que el incienso con suerte le serviría para disimular el tufo a chotuno del establo en donde, según nuestras averiguaciones estelares, iba a encontrarlo, no conseguí que abandonara la idea de llevar tan peregrino presente, relacionado con una antigua simbología de los libros de los hebreos. 

Pero lo que Gaspar parecía no saber es que cuando a su querida mujer algo se le metía entre ceja y ceja, nada ni nadie podía pararla. Así que no dije nada y esperé a que mi muy amado esposo hiciera su salida triunfal en la ostentosa caravana que había dejado nuestras arcas más vacías que vuestra famosa calle Sierpes cuando cierra el comercio. Cuando se hubo marchado, con un exiguo equipaje y algunos regalos mucho más sencillos y prácticos que el carísimo incienso de Gaspar monté en nuestra borriquilla, la cual no se había unido al séquito de su amo por haber sido considerada una cabalgadura demasiado modesta para la gran personalidad que se disponían a visitar, y me puse yo también en marcha. ¿Quién ha dicho que una mujer no debe viajar sola?

Sin embargo, no hice sola el camino. En una encrucijada, por la vía que viene de la Hélade, me encontré a una anciana y enseguida nos reconocimos. Ella también había visto la estrella y a ella también su esposo, Melchor, un mago tan sabio y erudito como el mío, aunque de más edad, la había dejado en casa, sordo ante sus peticiones y sus advertencias sobre lo que le había ocurrido a un muy lejano antepasado suyo, un tal Odiseo, que se encontró el tango montado por haberse dedicado a viajar sin su Penélope. Melchor, de la misma manera que Gaspar, había dejado la bolsa familiar temblando a base de comprar buenos caballos y, como a todo hay quien gane, se había empeñado en llevar al niño nada más y nada menos que oro, ya que era el único presente simbólico que había conseguido reconocer en la lengua en la que están escritos los libros de los hebreos. Agradecí en ese momento que Gaspar fuera un más docto filólogo que el marido de mi nueva amiga y supiera reconocer símbolos con un precio menor. 

Cuando ambas estábamos a tres jornadas de alcanzar nuestro objetivo, se nos unió una bella etíope bastante más joven que nosotras. Ella también estaba indignada ya que, a pesar de sus reconocidas dotes como astróloga, su marido, Baltasar, la había considerado una molestia en su viaje, para el cual también había empeñado todos sus bienes con tal de postrarse ante el niño de la estrella y ofrecerle mirra, una aromática resina que se extrae de un árbol de la tierra africana. 

¡Qué buenos recuerdos tengo de nuestra marcha juntas! Las tres reímos y nos contamos nuestras cuitas, cantamos por el camino y nos abrimos el corazón. No necesitábamos los fastuosos cortejos de nuestros maridos ni aparentar nada, tampoco llevar ostentosos regalos que simbolizaran ningún misterio. Íbamos a ver a un niño recién nacido, a su madre y a su padre, y no hay mejor pleitesía que el amor. 

Ante el niño, las tres nos maravillamos con el milagro cotidiano de la vida, la divinidad y realeza que se esconde en la ternura de una madre que amamanta, de un bebé que la mira a los ojos y la reconoce por su sonrisa.

Sin embargo, nuestros sabios e importantes maridos aún no habían llegado. No nos extrañó, pues tirar de tal séquito debe de ser muy pesado ya que se viaja mejor con un equipaje ligero, pero cuando por fin aparecieron con toda su parafernalia, sus camellos y caballos, los pajes a los que habían contratado y sus para nosotras peregrinos obsequios, nos informaron de que su retraso se debía a que antes, cómo no, habían querido presentar sus respetos a Herodes, el tirano que en esos momentos gobernaba aquel país. Y lo que es peor, los muy cenutrios se empeñaban volver para darle la información de dónde se encontraba el niño de la estrella. ¿Habrase visto simpleza más gorda? ¿Desde cuándo puede nadie fiarse de esa clase de gobernantes? ¿Tan magos y tan sabios y no se daban cuenta de que nada bueno haría Herodes con tal información? Dice el relato que en sueños fueron advertidos, pero no es cierto. Quienes les advertimos fuimos nosotras. 

Esto es lo que sucedió. ¿Acaso podría ser de otra manera? Más de dos mil años después, nuestro espíritu vuelve cada seis de enero para llenar de ilusión a niños y niñas y a todos los que, por un día, se hacen como ellos. A nuestros maridos la leyenda los ha revestido (tal y como hicieron ellos) de brillos y oropeles, les ha puesto coronas y los ha convertido en reyes. Nosotras, sin embargo, hemos quedado en el olvido, tal vez porque llegamos a Belén como aquellos humildes pastores, con la sencillez del amor y de la verdadera sabiduría, pero no nos importa porque nuestra presencia sigue ahí cada vez que la magia inunda los corazones con la pura gratuidad de quien solo busca el pequeño detalle que hace olvidar, aunque sea por un momento, las penalidades de la existencia. 

Aisha
Esposa del mago Gaspar



  

miércoles, 7 de marzo de 2018

DE REIVINDICACIONES, HUELGAS Y CELEBRACIONES



A M.T.S.G., porque nunca una huelga
tuvo tanto sentido.


Cada vez me gustan menos esos mensajes sobre lo maravillosas y estupendas que somos las mujeres y lo mucho que valemos, sobre todo cuando aparecen en vísperas del 8 de marzo, tanto si los comparten varones como si lo hacemos nosotras mismas.

Y no me gustan por varios motivos.

En primer lugar porque, cuando los envían los hombres, veo en ello cierto paternalismo condescendiente y muchos deseos de autojustificarse: «¿Ves que yo no soy machista, que yo sí os valoro?», y cuando lo hacen las mujeres encuentro en ello autocomplacencia a un tiempo de adormecimiento y falta de perspectiva.

Porque es que, para empezar, las mujeres, por el mero hecho de haber nacido como tales, no somos mejores ni tenemos por qué serlo, pero tampoco poseemos todas unas cualidades innatas distintas a las de los varones: cada una somos de nuestro padre y nuestra madre y hemos nacido de una leche. Por ser mujer no soy ni más hacendosa, ni más cuidadosa, ni más ordenada, ni más dada a nada. Vamos, que no soy de Venus lo mismo que ellos no son todos de Marte, porque también podemos ser de Urano o de Mercurio. ¡Ah! Y en mi caso se me da de vicio orientarme, con o sin mapa, pero al mismo tiempo soy incapaz de mantener ordenado con esmero el cajón donde se guarda mi ropa interior.

Pero es que además, este día no va de eso. El 8 de marzo no es el «Día de la Mujer» a la manera del «Día de la Madre». No es una fiestecita para celebrar y para decirles a las féminas lo estupendas que son o mandarles felicitaciones y ramos de flores, sino una jornada para reflexionar y para reivindicar, para poner de manifiesto que si algo hemos conseguido, nadie nos lo ha regalado, que ha sido a base de lucha, tanto personal como colectiva, y que el feminismo es una filosofía y una praxis de igualdad, que no quiere poner a nadie por encima de nadie, sino dar a todos, hombres y mujeres, el sitio que como seres humanos plenos y libres les corresponde.

Por tanto, en esta fecha no quiero felicitaciones porque nacer mujer, y en según qué parte del mundo lo hagas, más, no es ninguna bicoca y no está el patio para felicitaciones, sino para reivindicaciones. Y no, no me vale eso de que ya lo hemos conseguido todo, porque es una falacia. Algunas, gracias a nuestros esfuerzos  unidos a las circunstancias que nos han rodeado, hemos conseguido un desarrollo personal satisfactorio, semejante al de muchos varones de nuestro entorno, es cierto, pero aun las más privilegiadas, entre las que no dudo que me encuentro, hemos padecido en más de una ocasión alguna que otra pequeña infamia machista, ya sea en forma de grosería, tocamiento, condescendencia varonil o necesidad de demostrar en demasía nuestra valía. Y de ahí para abajo.

Sí, porque también en nuestras sociedades occidentales, en las que ya hemos conseguido que no se nos lapide por adúlteras ni se nos mutile nuestra más íntima anatomía o se nos cubra de pies a cabeza, en las que en teoría las leyes nos colocan en plano de igualdad y, una vez llegadas a la mayoría de edad, ya no tenemos que solicitar la firma de nadie para nada, en estas sociedades supuestamente «avanzadas», queda mucho camino por recorrer. Que existan juezas, ministras, investigadoras, empresarias o escritoras, que las aulas universitarias estén colmadas de chicas o que algunos (que no todos) de los catálogos de juguetes no diferencien entre juegos de niñas y juegos de niños o en los institutos se hable de violencia de género no significa, ni mucho menos, que la igualdad se haya logrado y, a poco que nos distraigamos, lo más probable es que empecemos a retroceder.

Ninguna mujer nace víctima, ni las que han visto la primera luz en Occidente ni las que lo hicieron en cualquier zona desfavorecida del Planeta, por la sencilla razón de que ningún ser humano lleva el victimismo en los genes. Por eso nunca se me habría ocurrido educar a mi hija como tal: la he educado para que se sienta igual a su hermano y para que tenga los ojos muy abiertos para detectar las trampas del sistema, para darle instrumentos que la ayuden a protegerse de los depredadores. Pero eso no significa que, desgraciadamente, una gran mayoría, en mayor o menor medida, termine por ser convertida en víctima por el patriarcado, algunas nada más pisar este mundo. Y me parece una frivolidad de nueva rica, una falta total de sororidad con las más desfavorecidas afirmar lo contrario desde esa siempre falsa seguridad (porque en la vida todo es azaroso) que da verse encumbrada en la cima, con total olvido de las circunstancias favorables que tornaron más fácil y venturosa la escalada.

Así que mañana, aunque con ello no arregle el mundo, esta humilde amapola silvestre piensa sacar a pasear el violeta de su corazón multicolor para reivindicar a aquellas que no han tenido su suerte:  por las lapidadas y mutiladas, por las condenadas a la pobreza más extrema, por las refugiadas de todas las guerras y las muertas en todos los feminicidios, pero también por las que aquí, tal vez a pocos metros, viven el infierno del maltrato, por las que no pueden conciliar o las que soportan la doble jornada porque, como no tienen atributos masculinos entre las piernas, se entiende que son ellas las que tienen que cargar con todo el peso del cuidado, con las faenas de la casa y la intendencia doméstica después de haber currado ocho horas en cualquier empleo, precario o no, y también, ¿por qué no?, por mí misma, por todas las guarrerías que en mi vida he tenido que aguantar, por las veces que tuve que soportar que manos masculinas no deseadas se posaran en mi anatomía, por los comentarios fuera de lugar que mis oídos han tenido que escuchar y porque me da mi reverendísima y eminentísima gana, que es una señora a la que no dejo de obedecer y reverenciar.

Por cierto, ahora que lo pienso, aunque, como decía antes, el Día de las Mujeres Trabajadoras no es como el Día de la Madre, no estaría nada mal hacer que también aquel fuera como este y en vez obsequiar a las mamás con regalitos y mandarles felicitaciones almibaradas, podríamos plantearnos una jornada de lucha y reivindicación por otro tipo de maternidad más gozosa, libremente elegida, compartida y menos sacrificada. Lo iremos pensando.


NOTA: Este artículo sale hoy 7 en vez del 8 porque mañana este blog estará cerrado por huelga y reivindicación.