domingo, 11 de septiembre de 2016

UNA BODA EN LA MEDINA

Hace ya veintidós años, 11 de septiembre de 1994, y era domingo como hoy.

En la medina de Tetuán, que es la ciudad antigua amurallada, se celebran en verano muchas bodas debido a que los viejos palacios del barrio se han acondicionado para estos acontecimientos. Quien quiera ver  una de ellas en todo su esplendor no tiene más que acercarse y podrá comprobar la magnificencia de estos rituales: orquestas, palanquines para pasear a la recién casada, luces, y comida, sobre todo comida. Al caer la tarde las mujeres, ataviadas con los típicos caftanes, que se cubren debajo de la chilaba, vuelven de sus festejos con sus paquetitos de dulces en las manos, y al anochecer comienzan las fiestas de los varones y aquellas en las que se reúne toda la familia. Sin embargo, nuestra boda, por deseo de ambos, fue mucho más sencilla. Aunque se sacrificó un cordero, me vestí de forma adecuada al evento, hubo algarabía de albórbolas y fiesta, nosotros, a diferencia de otras parejas, lo que teníamos que hacer era eso, casarnos, dar nuestro expreso consentimiento ante los abdules cada uno acompañado de un varón de respeto de su familia. Además yo, lo quisiera o no, tenía que recibir mi dote, las dos cosas que más me costaba asimilar de todo este conjunto de ritos y tradiciones. Si yo llevaba años siendo independiente y  gestionando mi vida, ¿a qué venía ahora tener que contar con un familiar, además de sexo masculino, para que me “entregara”? ¿No era yo la que voluntariamente decidía vivir en pareja? ¿Y la dote? ¿No era una especie de “compra” de mi persona? Durante muchos días lo hablamos Khalid y yo. Por la “entrega” no tenía más remedio que pasar, así lo exige la ley, y no servía una mujer (yo creo que eso es lo que más me fastidiaba), pero para eso estaba mi tío que se prestó a hacerme una vez más de padrino (ya lo había sido hace muchos años ante la pila bautismal); ahora bien, a la dote me resistía con todas mis energías: “Vamos, que no ha nacido el tío que me compre, pensaba, que ni con todo el oro del mundo me paga a mí este”. Y él, con la paciencia que le caracteriza, venga a explicarme una y otra vez que no, que no era compra, que eso se considera un regalo que el novio le hace a la esposa, que ese dinero es para ella, no para su padre o su familia, que las mujeres se sienten bien y orgullosas cuando se lo dan. "Sí, le respondía yo, pero eso serán las de aquí, porque lo que soy yo no necesito que tú me hagas ningún “regalo legal” de ese tipo". Así llegamos sin aclararnos al momento de la firma y, como era también requisito imprescindible, opté por preguntar  si existía un mínimo establecido y cuando me dieron una respuesta afirmativa me acogí él como rechazo testimonial a tal práctica. Después de los años he llegado a comprender que para muchas mujeres la dote representa el único dinero verdaderamente propio que van a manejar en la vida y que en su contexto social puede llegar a ser un prestigio el recibir una cuantiosa, por más que a mi me siga pareciendo una especie de compra-venta. Si las mujeres fueran verdaderamente autónomas e independientes, y no me refiero sólo a independencia económica, a buen seguro que rechazarían tales prácticas o estas quedarían reducidas a meros gestos simbólicos, recuerdos del pasado, como las arras que se utilizan en las bodas católicas, que en origen no eran otra cosa que el símbolo de los bienes que el marido compartiría de manera unilateral con su esposa.

Hubo un gesto que sí tuve especial interés en no saltarme, al que de verdad encontré sentido aunque no era de obligado cumplimiento legal, sino una bonita tradición preñada de simbolismo: antes de que la pareja se retire la madre del novio les ofrece dátiles y un tazón de leche del que ambos contrayentes beben. Me parecía que era una bella e íntima manera de sentirme acogida en la que ya consideraba también mi familia, y el hecho de que fuera precisamente su madre la persona que lo oficiaba todavía le confería más valor sentimental y afectivo, un acto de comunión casi sacramental.

Lo que sí me perdí, y me hubiera gustado realizar, es el paseíto en palanquín, ¡con lo bien que me lo hubiera pasado ahí dentro! Pero había una dificultad insalvable y es que ese artilugio se utiliza para llevar a la novia desde la casa de sus padres hasta el domicilio conyugal, ¡y no iba a cruzar el Estrecho dentro de esa caja a hombros de unos esforzados varones! Además, y pensándolo bien, aparte de la juerga que podía yo montar durante el recorrido, no podía olvidar que esta es otra de las formas de encerrar a las mujeres, ya he dicho que casi todos los rituales nupciales suelen ser bastante machistas,  y para encierros los Sanfermines.

Recuerdo con muchísimo cariño este día de mi boda marroquí y aún ahora, no puedo evitar emocionarme mientras escribo estas líneas. Para mi fue la entrada oficial a una realidad muy distinta a la mía y en ese sentido sí puedo considerarlo un ritual de paso, el dintel de una nueva vida en la que tendría que incorporar también otras miradas y experiencias que me obligarían a abrirme a un universo cultural muy diferente en el que tendría que aprender a desenvolverme desde mi propia identidad procurando enriquecer  mi ser con todo el caudal de valores que en él pudiera hallar. Y en ese empeño estoy todavía.
(Inmaculada Calderón: De amores y sabores. Recetas y secretos de una familia intercultural. Sevilla, 2009)