viernes, 16 de diciembre de 2016

PLANTO POR HALAB

La medina y el zoco,
donde olores y aromas
perfumaban la vida
que bullía entre los pasos
y la algarabía de pregones,
hoy humean el hedor
de los cuerpos calcinados.

El caravasar, descanso
del peregrino de alma,
encuentro y acogida
para el nómada caminante
por las sendas de la seda,
ya sólo a la parca alberga
con su pútrida faz ensangrentada.

Callejuelas del silencio
por las que el amor se perdía,
murallas para contener
la memoria y el olvido
por siete puertas clausuradas,
yacen ahora en la escombrera
que sepulta la ignominia.

El sonido acompasado
en los versos del qudud
y las estrofas del máqam
con los acordes del tarab,
deleite y gozo del sammi’a,
se trocan en grito de muerte
que se quiebra en las gargantas.

Nada queda, sólo el macabro silbido
del misil, mensajero de horrores,
el negro repiqueteo de la metralla,
y el trueno fatídico del obús ciego.

Nada permanece.
                  Desolación.
                            Miedo.
                                      Angustia...

La angustia negra del abismo,
del crepitar infernal de las hogueras
que asola a la bella dama del Oriente,
desposeída de sus hijos sin piedad.

Los despojos de Halab se desangran,
mientras el mundo danza indiferente.

sábado, 29 de octubre de 2016

ELEGÍA POR LA VENTA DE LOS GATOS



A Pilar Alcalá y Luis Manuel Guerra



El ronroneo melancólico de la tarde
en este otoño de dorados claroscuros,
sentir entre mis manos su suavidad de seda
mientras las garras del dolor se clavan en el alma.
Contemplar los misterios en ojos ambarinos
resplandecientes en la penumbra de la amnesia,
y sentir en arañazo la incuria del destino
que se vuelve a trocar desolación y silencio.

¿Retornará la vida al amparo de la sílaba?
¿Revolotearán gorriones en rimas encendidas?
¿Crecerá la madreselva para cobijar a los amantes?

No es el carro de los muertos
ni el sepulturero de negra estampa
o el repicar lúgubre de la triste campanilla;
no es el arrastrar los pasos
ni el mudo cortejo de los espectros
o la locura destilada entre delirios.
Es la sinrazón sin nombre ni sentido,
la ignorancia de unos y la codicia de otros,
el amargo fruto de la necedad sin tino...

               Mas volverán los gatos a la venta
               con su poético andar en sinalefas acompasado
               y sus ojos serán metáfora del tiempo
               que retorna en la redondez de sus iris de fuego.

lunes, 10 de octubre de 2016

CARTA ABIERTA A ADRIÁN DE UNA "ANIMALISTA IMPERFECTA"


Querido Adrián:

Es posible que nunca leas esta carta, es más, desearía fervientemente que jamás lo hicieras pues eso significaría que tu infantil existencia se mantiene alejada y a salvo del revuelo mediático que en torno a tu persona se ha formado, tal y como corresponde a tus ocho años. Y es que un niño tendría siempre que habitar en ese país encantado en el que las tardes saben a regaliz, no hay más ocupación que los libros y los juegos, y los mayores problemas son los que se resuelven en clase de Mates, ese paraíso del que a ti prematuramente te arrojara el monstruo que un día se apoderó de tu tierno cuerpo de infante.

Sin embargo, a pesar de que te deseo lejos de esa cueva de alimañas que a veces son las redes sociales, por más que quiero pensar que tus ojos no van a recorrer estos párrafos, algo en mi interior me empuja a dirigirme a ti para pedirte con todo mi corazón que luches y vivas, que ganes la batalla al "mal bicho", porque sé que lo vas a hacer, que no te vas a rendir y que en ti la vida se impondrá para abrirte los ventanales del futuro.

Sí, yo, "animalista imperfecta", incoherente a veces, grito hoy en este universo virtual, en el que tantos exabruptos resuenan, que quiero que sanes, que puedas olvidarte de tratamientos y hospitales y volver a esa cotidianidad de niño de la que nunca te debió de arrebatar el cáncer. Y no entiendo, no, no me cabe en la cabeza cómo alguien puede maldecirte con la muerte. ¡Qué contrasentido! Defender la vida con la muerte, hacer bandera contra el maltrato maltratando, llamarse "animalista" y alegrarse del mal de un cachorro humano. No, ese saco de basura, ese cacho de carne con ojos que profirió tal barbaridad, no es animalista, ni siquiera sabe qué es el animalismo, está a años luz de la defensa de los seres vivos, no es más que una grotesca parodia de lo que pretende abanderar. Un verdadero animalista jamás buscaría el dolor y el sufrimiento de un ser de ninguna especie, incluida la humana, jamás se ensañaría con una criatura, con una cría, no recurriría a la violencia, aunque esta sea verbal, para defender sus ideales. Una persona animalista ama la vida, la respeta y no aboga por la pena de muerte porque sabe que no tiene derecho a arrebatar sin más a los seres la existencia. 

Como comprenderás, Adrián, a una "animalista imperfecta" como la que te habla, aunque no es ni por asomo ningún Francisco de Asís, no le hace gracia alguna el homenaje que te han dispensado. Habría preferido que te hubieran organizado una fiesta en alguna dehesa para que pudieras contemplar la belleza de los toros en libertad, para que sintieras su fuerza animal, su energía, y te enamoraras de ellos de otra manera. Tampoco comparto ni de lejos tus aficiones ni tu supuesta vocación de torero, pero eso no te convierte en reo de muerte. Eres un cachorrillo joven equivocado al que le debería quedar una larga existencia por delante para descubrir el horror y la crueldad que se esconden debajo de los oropeles, la fama y la supuesta gloria del toreo, para poner tu valentía, esa que por desgracia la enfermedad se ha encargado de demostrar con creces que tienes, al servicio de cualquiera de las causas nobles por las que día a día se arriesgan hombres y mujeres. 

Y porque sé que ese engendro cobarde que ha descargado sus miserias contra ti en las redes sociales carece por completo de nobleza para hacerlo, quiero desde aquí, en nombre de todos los "animalistas imperfectos" que no buscamos la muerte y el maltrato de nadie, sino el bienestar de todas las especies (también la humana), enviarte a ti y a tus padres (soy madre y no quiero ni imaginarme el calvario que ellos llevan pasado) un abrazo solidario en vuestra lucha y energía sanadora para las contiendas que restan hasta la victoria final.

Eso sí, Adrián. Cuando estés ya fuerte y recuperado, procura estudiar y formarte. Contempla todas las posibilidades que se abrirán ante tus ojos para elegir una profesión enriquecedora y hermosa en la que desarrollar todas tus potencialidades, porque ojalá para cuando seas mayor la tauromaquia haya desaparecido de la faz de la tierra. Y a buen seguro, un chico como tú vale para mucho más que para maltratar astados. 

Y ahora te dejo descansar. Recibid tú y tus padres un abrazo solidario de esta "animalista imperfecta".


domingo, 11 de septiembre de 2016

UNA BODA EN LA MEDINA

Hace ya veintidós años, 11 de septiembre de 1994, y era domingo como hoy.

En la medina de Tetuán, que es la ciudad antigua amurallada, se celebran en verano muchas bodas debido a que los viejos palacios del barrio se han acondicionado para estos acontecimientos. Quien quiera ver  una de ellas en todo su esplendor no tiene más que acercarse y podrá comprobar la magnificencia de estos rituales: orquestas, palanquines para pasear a la recién casada, luces, y comida, sobre todo comida. Al caer la tarde las mujeres, ataviadas con los típicos caftanes, que se cubren debajo de la chilaba, vuelven de sus festejos con sus paquetitos de dulces en las manos, y al anochecer comienzan las fiestas de los varones y aquellas en las que se reúne toda la familia. Sin embargo, nuestra boda, por deseo de ambos, fue mucho más sencilla. Aunque se sacrificó un cordero, me vestí de forma adecuada al evento, hubo algarabía de albórbolas y fiesta, nosotros, a diferencia de otras parejas, lo que teníamos que hacer era eso, casarnos, dar nuestro expreso consentimiento ante los abdules cada uno acompañado de un varón de respeto de su familia. Además yo, lo quisiera o no, tenía que recibir mi dote, las dos cosas que más me costaba asimilar de todo este conjunto de ritos y tradiciones. Si yo llevaba años siendo independiente y  gestionando mi vida, ¿a qué venía ahora tener que contar con un familiar, además de sexo masculino, para que me “entregara”? ¿No era yo la que voluntariamente decidía vivir en pareja? ¿Y la dote? ¿No era una especie de “compra” de mi persona? Durante muchos días lo hablamos Khalid y yo. Por la “entrega” no tenía más remedio que pasar, así lo exige la ley, y no servía una mujer (yo creo que eso es lo que más me fastidiaba), pero para eso estaba mi tío que se prestó a hacerme una vez más de padrino (ya lo había sido hace muchos años ante la pila bautismal); ahora bien, a la dote me resistía con todas mis energías: “Vamos, que no ha nacido el tío que me compre, pensaba, que ni con todo el oro del mundo me paga a mí este”. Y él, con la paciencia que le caracteriza, venga a explicarme una y otra vez que no, que no era compra, que eso se considera un regalo que el novio le hace a la esposa, que ese dinero es para ella, no para su padre o su familia, que las mujeres se sienten bien y orgullosas cuando se lo dan. "Sí, le respondía yo, pero eso serán las de aquí, porque lo que soy yo no necesito que tú me hagas ningún “regalo legal” de ese tipo". Así llegamos sin aclararnos al momento de la firma y, como era también requisito imprescindible, opté por preguntar  si existía un mínimo establecido y cuando me dieron una respuesta afirmativa me acogí él como rechazo testimonial a tal práctica. Después de los años he llegado a comprender que para muchas mujeres la dote representa el único dinero verdaderamente propio que van a manejar en la vida y que en su contexto social puede llegar a ser un prestigio el recibir una cuantiosa, por más que a mi me siga pareciendo una especie de compra-venta. Si las mujeres fueran verdaderamente autónomas e independientes, y no me refiero sólo a independencia económica, a buen seguro que rechazarían tales prácticas o estas quedarían reducidas a meros gestos simbólicos, recuerdos del pasado, como las arras que se utilizan en las bodas católicas, que en origen no eran otra cosa que el símbolo de los bienes que el marido compartiría de manera unilateral con su esposa.

Hubo un gesto que sí tuve especial interés en no saltarme, al que de verdad encontré sentido aunque no era de obligado cumplimiento legal, sino una bonita tradición preñada de simbolismo: antes de que la pareja se retire la madre del novio les ofrece dátiles y un tazón de leche del que ambos contrayentes beben. Me parecía que era una bella e íntima manera de sentirme acogida en la que ya consideraba también mi familia, y el hecho de que fuera precisamente su madre la persona que lo oficiaba todavía le confería más valor sentimental y afectivo, un acto de comunión casi sacramental.

Lo que sí me perdí, y me hubiera gustado realizar, es el paseíto en palanquín, ¡con lo bien que me lo hubiera pasado ahí dentro! Pero había una dificultad insalvable y es que ese artilugio se utiliza para llevar a la novia desde la casa de sus padres hasta el domicilio conyugal, ¡y no iba a cruzar el Estrecho dentro de esa caja a hombros de unos esforzados varones! Además, y pensándolo bien, aparte de la juerga que podía yo montar durante el recorrido, no podía olvidar que esta es otra de las formas de encerrar a las mujeres, ya he dicho que casi todos los rituales nupciales suelen ser bastante machistas,  y para encierros los Sanfermines.

Recuerdo con muchísimo cariño este día de mi boda marroquí y aún ahora, no puedo evitar emocionarme mientras escribo estas líneas. Para mi fue la entrada oficial a una realidad muy distinta a la mía y en ese sentido sí puedo considerarlo un ritual de paso, el dintel de una nueva vida en la que tendría que incorporar también otras miradas y experiencias que me obligarían a abrirme a un universo cultural muy diferente en el que tendría que aprender a desenvolverme desde mi propia identidad procurando enriquecer  mi ser con todo el caudal de valores que en él pudiera hallar. Y en ese empeño estoy todavía.
(Inmaculada Calderón: De amores y sabores. Recetas y secretos de una familia intercultural. Sevilla, 2009)

jueves, 18 de agosto de 2016

FEDERICO, LA VOZ QUE PERDURA

A Federico y a ese libro prohibido en el que de niña aprendí a amar la poesía. 

Unas páginas blancas, sutiles,
finas como ala de mariposa
(¿mariposa, estás ahí?),
sábanas blancas para acunar
la libertad cual bordada bandera
(¡ay, niña Mariana!),
vendas para empapar la sangre
de las negras nupcias con la muerte
(dos bandos.  Aquí ya hay dos bandos).
Unas páginas compactas, apretadas,
para contener la voz y la memoria,
el llanto de la guitarra y la danza del negro
(¡arena de caimán y miedo sobre Nueva York!),
oasis recóndito
donde sin miedo brota
el agua de los versos callados, reprimidos,
de la boca vilmente asesinada
(el  niño busca su voz, la tenía el rey de los grillos).
-Mamá, ¿tú conociste a Federico?
-No, hija, lo asesinaron.
-Pero si era un poeta, ¿quién puede matar a un poeta?
(compadre, quiero morir
decentemente en mi cama).


domingo, 5 de junio de 2016

LADRÓN DE LUZ


Yo era un cazador de quimeras, un loco divino, un artista en bancarrota cuando la encontré. Estaba a punto de dejar atrás la juventud, de dar por perdidos todos los trenes, de beber el cáliz de la derrota y resignarme a ser el mercenario que emborrona lienzos por encargo para satisfacer la vanidad de los burgueses cuando la conocí.

Era la estación del apogeo de los girasoles y un resplandor radiante se colaba por la ventana. Su padre, mi cliente, pensaba que era el mejor ambiente para pintarla, pero a mí, cuando la tuve delante, no me hizo falta nada más. Enseguida sentí un magnetismo salvaje que me llevaba hacia la muchacha y su mirada me envolvió en la luminosa serenidad de su belleza. Entre ambos se estableció una tácita comunicación hecha de gestos y de silencios. Ella, en la medida que se lo permitía el recato de su timidez, me mostraba su entusiasmo por mi obra y yo, sin abandonar el que sabía mi puesto de asalariado, de artista por encargo, le devolvía mi complicidad en forma de sonrisas corteses y palabras amables. Pero ambos sabíamos que, al mismo tiempo que aquel retrato, entre los dos estábamos tejiendo un vínculo sutil que nos ataría por encima del tiempo y el espacio.

La tarde que terminé mi trabajo, una tarde dorada de vendimia, me despedí de la muchacha y corrí colina abajo respirando el olor agridulce a uva y mosto joven que llegaba a mis pulmones para embriagar, más aún si cabe, mi sangre y mis sentidos. Mi cliente, complacido, me había pagado el precio estipulado, pero yo me llevaba un bien más preciado que aquellos billetes que engrosaban mi monedero, un bien que desde entonces siempre me acompañaría y que sería mi gloria y mi condena.

Empecé a pintar como un poseso. Febril, convertía la blancura de los lienzos en luz, su luz, no podía dejar de plasmar en un sinfín de formas, de imágenes, aquello que se había apoderado de mis entrañas, que me quemaba hasta el tuétano. Pinté y pinte, me olvidé de todo, me abandoné a ese frenesí, a ese vértigo creador por el que nunca antes me había deslizado. Ya sólo vivía para mi arte, el que creía mío, el que me brotaba del corazón y manaba por todos los poros de mi cuerpo.

Y puedo decir que triunfé: Barcelona, París, Londres, Nueva York… Las exposiciones se sucedían al mismo ritmo vertiginoso con el que yo creaba, innovaba y experimentaba. La crítica se rendía a mis pies, las galerías más prestigiosas me disputaban, me había hecho un nombre, mi nombre, y mi firma, otra distinta de la de aquel joven retratista de burgueses y señoritos convertía en oro todo lo que tocaba. Era el contraste, decían, de la luminosidad serena con el atrevimiento formal lo que hacía algo único de mi pintura. Pero sólo yo conocía el manantial del que brotaba mi arte.

Por eso, cuando el tiempo quebró la lozanía en mis huesos, sentí que era el momento de volver. Ante los ojos del mundo yo era un ganador en la cima, pero a mí el espejo  me devolvía la imagen de un viejo exiliado con la soledad en los ojos, un artista desgastado capaz tan solo de pintar añoranzas.

Así que otra tarde en la plenitud del verano, volví a subir la ladera de los girasoles y las viñas y de nuevo crucé el umbral de su casona. Ya no era aquel pintor temeroso al que el fracaso pisaba los talones, no era el retratista a sueldo quien retornaba, sino la vieja gloria que ha pretendido comprar el pasado y sólo ha encontrado las ruinas que el tiempo ha dejado en su lugar. La mansión, las viñas, el campo de girasoles, todo era ahora de mi propiedad, pero en  ese momento comprendí que el hombre nunca puede apropiarse ni del instante ni de la felicidad.

Y así fue como la encontré en un rincón del sótano, abandonada a la desidia del tiempo con la sola compañía de las ratas y las arañas que parecían querer abrigarla con sus telas. Nunca pensé que se produciría de ese modo nuestro reencuentro, que la vería cubierta de polvo y suciedad pero bella y luminosa como antaño. Recogí el lienzo del suelo y, como si se tratara de ella misma, lo limpié con mimo y esmero, acariciando casi con el paño su rostro eternamente anclado en la juventud.

El hallazgo del cuadro me conmovió profundamente. Quise saber de ella, de la mujer que me había llenado de luz, de esa fuente viva de la que desde entonces había brotado mi obra. Si había vuelto, ahora sabía que era por ella. ¿Dónde y cómo se encontraría? ¿Recordaría todavía a aquel artista sin suerte que la retrató?

Supe así de sus desdichas, que la vida no la había tratado bien, que la desventura la había perseguido y la tristeza había terminado por apagar el resplandor sereno de su mirada. Me sentí entonces como un delincuente, un vil ladrón, el ladrón de su luz, la que yo me llevé aquella tarde de otoño, esa por la que me felicitaban críticos y entendidos, la que iluminaba mis lienzos y me había elevado a la categoría de artista. Yo se la arrebaté mientras intentaba plasmarla en su retrato para que ni el tiempo ni las penas la pudieran marchitar.

Por eso en aquella aséptica habitación blanca, lo que hice ante aquella mujer tempranamente envejecida de ojos errabundos no fue sino un acto de restitución. Tomé sus manos entre las mías y le hable suavemente, como se habla a los niños, de aquellos días en que posaba para mí, en los que yo era mariposa girando alrededor de su luz, mientras le acariciaba el rostro suplicándole que, aunque sólo fuera durante un segundo, volviera del país de las brumas en el que su mente había instalado su residencia. Y el milagro se produjo: fue entonces cuando  sus pupilas perdidas volvieron a iluminarse para que retornara la clara serenidad de su mirada, y el rostro macilento de aquella prematura anciana se tornó, cual espejo, en reflejo del lienzo rescatado del polvo y de la amnesia del tiempo.

Ilustración: Casa con girasoles de V. van Gogh. Colección particular.


miércoles, 6 de enero de 2016

NO ES POR NADA, PERO YO YA LO ESCRIBÍ HACE ALGUNOS AÑOS: EL CUENTO DE LA REINA MAGA


No es por reabrir polémicas que para mí no son tales, ni por dar remoquete a nadie, que no es día para ello, sino para la ilusión y para disfrutar, pero la diatriba del día de Reyes de este 2016 me hizo el otro día desempolvar de bites antiguos y sacar del cyberdesván de los discos duros olvidados un relato que escribí hace ya al menos trece años y que, montado en un power point muy mono, porque entonces todavía no era capaz de las virguerías gráficas que ahora más por obligación que por devoción hago, me sirvió de felicitación de Navidad.
Era, algunas de las personas que me leen es posible que lo recuerden, un cuento navideño feminista y teológico, lo reconozco. En él se puede ver sin lugar a dudas la pluma de la Teóloga de las Arenas así como el ramalazo contestatario de la que en esos momentos estaba hasta el gorro de lecturas patriarcales de la tradición, pero os puedo asegurar que en ningún momento falsea las verdades filológicas y simbólicas de los textos, que son las únicas que en ellos podemos encontrar, porque las históricas lo cierto es que brillan por su ausencia: el evangelio de la infancia de Mateo habla de "magoi", es decir, sabios, astrónomos, que no reyes, y no precisa ni el número, ni el nombre, ni mucho menos el sexo pues en griego de la koiné el masculino es el género no marcado que, en plural, abarcaría tanto al propio masculino como al femenino (algo que gustan, por cierto, mucho de recordar quienes se oponen al lenguaje inclusivo, pero esa sí que es otra historia). 

Así que, según el texto de Mateo, lo que tenemos es una serie de sabios que, como solía ocurrir en las leyendas de todas las personalidades importantes, habían visto la estrella natal del Mesías y acudían a adorarle con presentes, oro, incienso y mirra, es decir, la representación simbólica de la acogida del mensaje de Jesús por parte de los paganos, nada más. El resto se debe a una tradición que se fue forjando a lo largo de los siglos, sobre todo en los apócrifos y la Edad Media, y que a principios del siglo XX en España fijó una determinada iconografía. 

Por eso en mi cuento aparecía un personaje femenino, una maga, alguien que se perdió en las brumas de los tiempos y que mi fantasía recuperaba para unirla a sus compañeros varones y, de paso, poner un poco de sensatez en esa historia. Aquí os lo dejo con mis deseos de que en esta noche mágica volváis todos a ser un poco niños y dejéis que la imaginación vuele con sus propias alas.

Cuenta un viejo papiro perdido entre las telarañas de unos secretos archivos que los Magos de Oriente no fueron tres, como afirma la tradición, sino cinco. Del cuarto Rey Mago ya nos han llegado noticias. Fue aquel que se perdió entre los vericuetos de la solidaridad y, cansado y moribundo, alcanzó a conocer al Nazareno agonizante en la cruz.

Del quinto, mejor dicho, de la quinta, nada se sabía, tal vez porque su memoria padeció el olvido y la invisibilidad que tantas veces sufrimos las mujeres, tal vez porque su figura fuera demasiado subversiva como para ser incorporada a la tradición. Por eso hoy he querido rescatarla para vosotros. ¿Leyenda o realidad? No lo sé. Tomáoslo como un bonito cuento, un cuento de Navidad.

Nuestra protagonista era una sabia del Oriente, perita en variopintas materias, conocedora de la naturaleza y del curso de los astros, que había avistado la estrella del Niño de Belén y en una encrucijada se había unido a la caravana de sus conocidos compañeros. Así, llegó con ellos hasta la cueva en donde lo encontraron junto a sus padres.

Al lado del oro, el incienso y la mirra, con toda su carga simbólica, nuestra amiga dejó unos regalos que creyó más apropiados para un recién nacido: pañales, que una madre nunca tiene bastantes, ropita de abrigo, unos patucos… Y reparando en el desorden que reinaba por doquier y en el cansancio de la joven María, casi una niña, tomó a la criatura, se la acercó al seno para enseñarle, paciente, el femenino arte de amamantar mientras con firmes argumentos convencía a José de que en esos momentos debía ser él quien se ocupara de las labores domésticas, por más que aquello sonara a herejía entre los varones de aquella sociedad.

Y a María habló de esta manera: “Desde mi tierra lejana he visto la estrella de tu hijo y he podido comprender que se trata de un elegido que traerá un mensaje de salvación a la humanidad, la esperanza para los pobres y oprimidos, ¿y quién más oprimido que nosotras las mujeres? Se nos margina por nuestra propia naturaleza, seres impuros de los que hay que huir y en los que no se puede confiar. El mensaje de tu hijo trastocará este orden de cosas, por más que vengan luego otros que utilicen sus palabras para continuar sometiéndonos. Pero algún día serán las propias mujeres quienes, por debajo de la hojarasca de los siglos, liberen sus palabras de esas falsas interpretaciones y no tengan ya más miedo a su propia liberación”.

¿Fue en este momento cuando María comenzó a guardar las palabras en su corazón?