domingo, 5 de junio de 2016

LADRÓN DE LUZ


Yo era un cazador de quimeras, un loco divino, un artista en bancarrota cuando la encontré. Estaba a punto de dejar atrás la juventud, de dar por perdidos todos los trenes, de beber el cáliz de la derrota y resignarme a ser el mercenario que emborrona lienzos por encargo para satisfacer la vanidad de los burgueses cuando la conocí.

Era la estación del apogeo de los girasoles y un resplandor radiante se colaba por la ventana. Su padre, mi cliente, pensaba que era el mejor ambiente para pintarla, pero a mí, cuando la tuve delante, no me hizo falta nada más. Enseguida sentí un magnetismo salvaje que me llevaba hacia la muchacha y su mirada me envolvió en la luminosa serenidad de su belleza. Entre ambos se estableció una tácita comunicación hecha de gestos y de silencios. Ella, en la medida que se lo permitía el recato de su timidez, me mostraba su entusiasmo por mi obra y yo, sin abandonar el que sabía mi puesto de asalariado, de artista por encargo, le devolvía mi complicidad en forma de sonrisas corteses y palabras amables. Pero ambos sabíamos que, al mismo tiempo que aquel retrato, entre los dos estábamos tejiendo un vínculo sutil que nos ataría por encima del tiempo y el espacio.

La tarde que terminé mi trabajo, una tarde dorada de vendimia, me despedí de la muchacha y corrí colina abajo respirando el olor agridulce a uva y mosto joven que llegaba a mis pulmones para embriagar, más aún si cabe, mi sangre y mis sentidos. Mi cliente, complacido, me había pagado el precio estipulado, pero yo me llevaba un bien más preciado que aquellos billetes que engrosaban mi monedero, un bien que desde entonces siempre me acompañaría y que sería mi gloria y mi condena.

Empecé a pintar como un poseso. Febril, convertía la blancura de los lienzos en luz, su luz, no podía dejar de plasmar en un sinfín de formas, de imágenes, aquello que se había apoderado de mis entrañas, que me quemaba hasta el tuétano. Pinté y pinte, me olvidé de todo, me abandoné a ese frenesí, a ese vértigo creador por el que nunca antes me había deslizado. Ya sólo vivía para mi arte, el que creía mío, el que me brotaba del corazón y manaba por todos los poros de mi cuerpo.

Y puedo decir que triunfé: Barcelona, París, Londres, Nueva York… Las exposiciones se sucedían al mismo ritmo vertiginoso con el que yo creaba, innovaba y experimentaba. La crítica se rendía a mis pies, las galerías más prestigiosas me disputaban, me había hecho un nombre, mi nombre, y mi firma, otra distinta de la de aquel joven retratista de burgueses y señoritos convertía en oro todo lo que tocaba. Era el contraste, decían, de la luminosidad serena con el atrevimiento formal lo que hacía algo único de mi pintura. Pero sólo yo conocía el manantial del que brotaba mi arte.

Por eso, cuando el tiempo quebró la lozanía en mis huesos, sentí que era el momento de volver. Ante los ojos del mundo yo era un ganador en la cima, pero a mí el espejo  me devolvía la imagen de un viejo exiliado con la soledad en los ojos, un artista desgastado capaz tan solo de pintar añoranzas.

Así que otra tarde en la plenitud del verano, volví a subir la ladera de los girasoles y las viñas y de nuevo crucé el umbral de su casona. Ya no era aquel pintor temeroso al que el fracaso pisaba los talones, no era el retratista a sueldo quien retornaba, sino la vieja gloria que ha pretendido comprar el pasado y sólo ha encontrado las ruinas que el tiempo ha dejado en su lugar. La mansión, las viñas, el campo de girasoles, todo era ahora de mi propiedad, pero en  ese momento comprendí que el hombre nunca puede apropiarse ni del instante ni de la felicidad.

Y así fue como la encontré en un rincón del sótano, abandonada a la desidia del tiempo con la sola compañía de las ratas y las arañas que parecían querer abrigarla con sus telas. Nunca pensé que se produciría de ese modo nuestro reencuentro, que la vería cubierta de polvo y suciedad pero bella y luminosa como antaño. Recogí el lienzo del suelo y, como si se tratara de ella misma, lo limpié con mimo y esmero, acariciando casi con el paño su rostro eternamente anclado en la juventud.

El hallazgo del cuadro me conmovió profundamente. Quise saber de ella, de la mujer que me había llenado de luz, de esa fuente viva de la que desde entonces había brotado mi obra. Si había vuelto, ahora sabía que era por ella. ¿Dónde y cómo se encontraría? ¿Recordaría todavía a aquel artista sin suerte que la retrató?

Supe así de sus desdichas, que la vida no la había tratado bien, que la desventura la había perseguido y la tristeza había terminado por apagar el resplandor sereno de su mirada. Me sentí entonces como un delincuente, un vil ladrón, el ladrón de su luz, la que yo me llevé aquella tarde de otoño, esa por la que me felicitaban críticos y entendidos, la que iluminaba mis lienzos y me había elevado a la categoría de artista. Yo se la arrebaté mientras intentaba plasmarla en su retrato para que ni el tiempo ni las penas la pudieran marchitar.

Por eso en aquella aséptica habitación blanca, lo que hice ante aquella mujer tempranamente envejecida de ojos errabundos no fue sino un acto de restitución. Tomé sus manos entre las mías y le hable suavemente, como se habla a los niños, de aquellos días en que posaba para mí, en los que yo era mariposa girando alrededor de su luz, mientras le acariciaba el rostro suplicándole que, aunque sólo fuera durante un segundo, volviera del país de las brumas en el que su mente había instalado su residencia. Y el milagro se produjo: fue entonces cuando  sus pupilas perdidas volvieron a iluminarse para que retornara la clara serenidad de su mirada, y el rostro macilento de aquella prematura anciana se tornó, cual espejo, en reflejo del lienzo rescatado del polvo y de la amnesia del tiempo.

Ilustración: Casa con girasoles de V. van Gogh. Colección particular.