domingo, 6 de enero de 2019

LA ESPOSA DE GASPAR


     El Bosco: La adoración de los magos. Óleo sobre tabla. Museo del Prado.


En primer lugar os diré que llevo años, siglos más bien, con la intención de escribiros para daros las gracias por el recibimiento que cada seis de enero hacéis al espíritu de mi querido esposo y de sus dos compañeros. Gaspar fue un buen hombre, no puedo quejarme, y con él tuve una buena vida. Pero sobre todo, estar a su lado me permitió poder desarrollar mi gran vocación de sabia, de conocedora de los secretos del universo. Juntos observamos las estrellas e hicimos un gran equipo. Porque mi Gaspar no fue rey. No, por mucho que Tertuliano se empeñara, nosotros no éramos de la realeza, ni lo queríamos, aunque a veces, ¿por qué no decirlo?, pienso que no nos habría venido nada mal contar con algo más de riqueza, sobre todo cuando ocurrió todo aquello de la estrella, porque ya se sabe que la ciencia, la erudición y la sabiduría, lo que es prestigio, puede que den, pero de comer..., de comer ya es otro cantar. 

Pues como os iba contando, Gaspar y yo vimos una noche una nueva estrella e inmediatamente nos pusimos a hacer cálculos. Tanto a él como a mí nos intrigó ese extraño astro y no paramos hasta descifrar su significado. En buena ley, tengo que decir que fue mi marido quien encontró primero los datos, pero también que, si no llega a ser por mí, lo hubiera dejado pasar. Para Gaspar, el hijo de un modesto carpintero, aunque este alegara proceder de la familia de un monarca de hacía más de novecientos años, nacido en una aldea perdida de Palestina no revestía ningún interés por grande que fuera el cuerpo celeste que nos anunciaba su llegada. Fui yo la que supe leer la importancia de la criatura, la que calibré el valor de lo pequeño, y la que le abrí los ojos, ya que todo ser que viene a la vida es importante. También vi otras cosas, como el destino que el mensaje de ese niño judío iba correr y las atrocidades que algunos harían en nombre de alguien que, yo lo sabía, había venido a la Tierra a predicar el amor, la justicia y la solidaridad. Pero esas son otras cuestiones y no quiero irme por las ramas, que luego dice Gaspar que soy una parlanchina irredenta y que me pierdo en mil elucubraciones. Lo que pasa es que el muy simple no es capaz de seguir mi sinuoso pensamiento.

Cuando mi buen esposo se convenció por fin de la importancia de nuestro descubrimiento, decidió que tenía que invertir nuestros parcos ahorros en seguir la trayectoria del astro. Yo me puse muy contenta y le dije que tendríamos que salir sin demora, pero mi marido me miró extrañado y me respondió que las cuentas no le salían, que solo uno de nosotros podría hacer ese viaje y que era evidente que una mujer sola no podía viajar pues era una temeridad que una fémina se adentrara por esos inciertos senderos. 

Ya os podéis imaginar cómo me sentó la respuesta de Gaspar. Podíamos haber ido los dos si no se hubiera empeñado en aparentar lo que no era y se hubiera limitado a llevar nuestra pareja de camellos, que siempre nos habían dado tan buen servicio. Pero él estaba convencido (o mejor dicho, lo había convencido yo) de que el niño de Belén merecía todo nuestro agasajo, y además pensaba que no seríamos los únicos magos que habríamos visto su estrella, que habría otros y, por tanto, tendría que estar a la altura. Y a esto hay que añadir que compró el mejor incienso de Arabia, que esa es otra. Por más que le argumenté y le expliqué que un recién nacido lo que necesita son pañales y ropita de abrigo, que el incienso con suerte le serviría para disimular el tufo a chotuno del establo en donde, según nuestras averiguaciones estelares, iba a encontrarlo, no conseguí que abandonara la idea de llevar tan peregrino presente, relacionado con una antigua simbología de los libros de los hebreos. 

Pero lo que Gaspar parecía no saber es que cuando a su querida mujer algo se le metía entre ceja y ceja, nada ni nadie podía pararla. Así que no dije nada y esperé a que mi muy amado esposo hiciera su salida triunfal en la ostentosa caravana que había dejado nuestras arcas más vacías que vuestra famosa calle Sierpes cuando cierra el comercio. Cuando se hubo marchado, con un exiguo equipaje y algunos regalos mucho más sencillos y prácticos que el carísimo incienso de Gaspar monté en nuestra borriquilla, la cual no se había unido al séquito de su amo por haber sido considerada una cabalgadura demasiado modesta para la gran personalidad que se disponían a visitar, y me puse yo también en marcha. ¿Quién ha dicho que una mujer no debe viajar sola?

Sin embargo, no hice sola el camino. En una encrucijada, por la vía que viene de la Hélade, me encontré a una anciana y enseguida nos reconocimos. Ella también había visto la estrella y a ella también su esposo, Melchor, un mago tan sabio y erudito como el mío, aunque de más edad, la había dejado en casa, sordo ante sus peticiones y sus advertencias sobre lo que le había ocurrido a un muy lejano antepasado suyo, un tal Odiseo, que se encontró el tango montado por haberse dedicado a viajar sin su Penélope. Melchor, de la misma manera que Gaspar, había dejado la bolsa familiar temblando a base de comprar buenos caballos y, como a todo hay quien gane, se había empeñado en llevar al niño nada más y nada menos que oro, ya que era el único presente simbólico que había conseguido reconocer en la lengua en la que están escritos los libros de los hebreos. Agradecí en ese momento que Gaspar fuera un más docto filólogo que el marido de mi nueva amiga y supiera reconocer símbolos con un precio menor. 

Cuando ambas estábamos a tres jornadas de alcanzar nuestro objetivo, se nos unió una bella etíope bastante más joven que nosotras. Ella también estaba indignada ya que, a pesar de sus reconocidas dotes como astróloga, su marido, Baltasar, la había considerado una molestia en su viaje, para el cual también había empeñado todos sus bienes con tal de postrarse ante el niño de la estrella y ofrecerle mirra, una aromática resina que se extrae de un árbol de la tierra africana. 

¡Qué buenos recuerdos tengo de nuestra marcha juntas! Las tres reímos y nos contamos nuestras cuitas, cantamos por el camino y nos abrimos el corazón. No necesitábamos los fastuosos cortejos de nuestros maridos ni aparentar nada, tampoco llevar ostentosos regalos que simbolizaran ningún misterio. Íbamos a ver a un niño recién nacido, a su madre y a su padre, y no hay mejor pleitesía que el amor. 

Ante el niño, las tres nos maravillamos con el milagro cotidiano de la vida, la divinidad y realeza que se esconde en la ternura de una madre que amamanta, de un bebé que la mira a los ojos y la reconoce por su sonrisa.

Sin embargo, nuestros sabios e importantes maridos aún no habían llegado. No nos extrañó, pues tirar de tal séquito debe de ser muy pesado ya que se viaja mejor con un equipaje ligero, pero cuando por fin aparecieron con toda su parafernalia, sus camellos y caballos, los pajes a los que habían contratado y sus para nosotras peregrinos obsequios, nos informaron de que su retraso se debía a que antes, cómo no, habían querido presentar sus respetos a Herodes, el tirano que en esos momentos gobernaba aquel país. Y lo que es peor, los muy cenutrios se empeñaban volver para darle la información de dónde se encontraba el niño de la estrella. ¿Habrase visto simpleza más gorda? ¿Desde cuándo puede nadie fiarse de esa clase de gobernantes? ¿Tan magos y tan sabios y no se daban cuenta de que nada bueno haría Herodes con tal información? Dice el relato que en sueños fueron advertidos, pero no es cierto. Quienes les advertimos fuimos nosotras. 

Esto es lo que sucedió. ¿Acaso podría ser de otra manera? Más de dos mil años después, nuestro espíritu vuelve cada seis de enero para llenar de ilusión a niños y niñas y a todos los que, por un día, se hacen como ellos. A nuestros maridos la leyenda los ha revestido (tal y como hicieron ellos) de brillos y oropeles, les ha puesto coronas y los ha convertido en reyes. Nosotras, sin embargo, hemos quedado en el olvido, tal vez porque llegamos a Belén como aquellos humildes pastores, con la sencillez del amor y de la verdadera sabiduría, pero no nos importa porque nuestra presencia sigue ahí cada vez que la magia inunda los corazones con la pura gratuidad de quien solo busca el pequeño detalle que hace olvidar, aunque sea por un momento, las penalidades de la existencia. 

Aisha
Esposa del mago Gaspar



  

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