Hace ya veintidós años, 11 de septiembre de 1994, y era domingo como hoy.
En la medina de Tetuán, que es
la ciudad antigua amurallada, se celebran en verano muchas bodas debido a que
los viejos palacios del barrio se han acondicionado para estos acontecimientos.
Quien quiera ver una de ellas en todo su
esplendor no tiene más que acercarse y podrá comprobar la magnificencia de
estos rituales: orquestas, palanquines para pasear a la recién casada, luces, y
comida, sobre todo comida. Al caer la tarde las mujeres, ataviadas con los
típicos caftanes, que se cubren
debajo de la chilaba, vuelven de sus festejos con sus paquetitos de dulces en
las manos, y al anochecer comienzan las fiestas de los varones y aquellas en
las que se reúne toda la familia. Sin embargo, nuestra boda, por deseo de
ambos, fue mucho más sencilla. Aunque se sacrificó un cordero, me vestí de
forma adecuada al evento, hubo algarabía de albórbolas y fiesta, nosotros, a
diferencia de otras parejas, lo que teníamos que hacer era eso, casarnos, dar
nuestro expreso consentimiento ante los abdules
cada uno acompañado de un varón de respeto de su familia. Además yo, lo
quisiera o no, tenía que recibir mi dote, las dos cosas que más me costaba
asimilar de todo este conjunto de ritos y tradiciones. Si yo llevaba años
siendo independiente y gestionando mi
vida, ¿a qué venía ahora tener que contar con un familiar, además de sexo
masculino, para que me “entregara”? ¿No era yo la que voluntariamente decidía
vivir en pareja? ¿Y la dote? ¿No era una especie de “compra” de mi persona?
Durante muchos días lo hablamos Khalid y yo. Por la “entrega” no tenía más
remedio que pasar, así lo exige la ley, y no servía una mujer (yo creo que eso
es lo que más me fastidiaba), pero para eso estaba mi tío que se prestó a
hacerme una vez más de padrino (ya lo había sido hace muchos años ante la pila
bautismal); ahora bien, a la dote me resistía con todas mis energías: “Vamos,
que no ha nacido el tío que me compre, pensaba, que ni con todo el oro del
mundo me paga a mí este”. Y él, con la paciencia que le caracteriza, venga
a explicarme una y otra vez que no, que no era compra, que eso se considera un
regalo que el novio le hace a la esposa, que ese dinero es para ella, no para
su padre o su familia, que las mujeres se sienten bien y orgullosas cuando se
lo dan. "Sí, le respondía yo, pero eso serán las de aquí, porque lo que soy yo
no necesito que tú me hagas ningún “regalo legal” de ese tipo". Así llegamos sin
aclararnos al momento de la firma y, como era también requisito imprescindible,
opté por preguntar si existía un mínimo
establecido y cuando me dieron una respuesta afirmativa me acogí él como
rechazo testimonial a tal práctica. Después de los años he llegado a comprender
que para muchas mujeres la dote representa el único dinero verdaderamente
propio que van a manejar en la vida y que en su contexto social puede llegar a ser
un prestigio el recibir una cuantiosa, por más que a mi me siga pareciendo una
especie de compra-venta. Si las mujeres fueran verdaderamente autónomas e
independientes, y no me refiero sólo a independencia económica, a buen seguro
que rechazarían tales prácticas o estas quedarían reducidas a meros gestos
simbólicos, recuerdos del pasado, como las arras que se utilizan en las bodas
católicas, que en origen no eran otra cosa que el símbolo de los bienes que el
marido compartiría de manera unilateral con su esposa.
Hubo un gesto que sí tuve
especial interés en no saltarme, al que de verdad encontré sentido aunque no
era de obligado cumplimiento legal, sino una bonita tradición preñada de
simbolismo: antes de que la pareja se retire la madre del novio les ofrece
dátiles y un tazón de leche del que ambos contrayentes beben. Me parecía que
era una bella e íntima manera de sentirme acogida en la que ya consideraba
también mi familia, y el hecho de que fuera precisamente su madre la persona
que lo oficiaba todavía le confería más valor sentimental y afectivo, un acto
de comunión casi sacramental.
Lo que sí me perdí, y me
hubiera gustado realizar, es el paseíto en palanquín, ¡con lo bien que me lo
hubiera pasado ahí dentro! Pero había una dificultad insalvable y es que ese
artilugio se utiliza para llevar a la novia desde la casa de sus padres hasta
el domicilio conyugal, ¡y no iba a cruzar el Estrecho dentro de esa caja a
hombros de unos esforzados varones! Además, y pensándolo bien, aparte de la
juerga que podía yo montar durante el recorrido, no podía olvidar que esta es
otra de las formas de encerrar a las mujeres, ya he dicho que casi todos los
rituales nupciales suelen ser bastante machistas, y para encierros los Sanfermines.
Recuerdo con muchísimo cariño
este día de mi boda marroquí y aún ahora, no puedo evitar emocionarme mientras
escribo estas líneas. Para mi fue la entrada oficial a una realidad muy distinta
a la mía y en ese sentido sí puedo considerarlo un ritual de paso, el dintel de
una nueva vida en la que tendría que incorporar también otras miradas y
experiencias que me obligarían a abrirme a un universo cultural muy diferente
en el que tendría que aprender a desenvolverme desde mi propia identidad
procurando enriquecer mi ser con todo el
caudal de valores que en él pudiera hallar. Y en ese empeño estoy todavía.
(Inmaculada Calderón: De amores y sabores. Recetas y secretos de una familia intercultural. Sevilla, 2009)
Tan linda como ahora.
ResponderEliminarFeliz aniversario y enhorabuena a ambos por tanto bueno como se adivina:
Besos
Muy bonita y tierna historia
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