A Federico y a ese libro prohibido en el que de niña aprendí a amar la poesía.
Unas páginas blancas, sutiles,
finas como ala de mariposa
(¿mariposa, estás ahí?),
sábanas blancas para acunar
la libertad cual bordada bandera
(¡ay, niña Mariana!),
vendas para empapar la sangre
de las negras nupcias con la muerte
(dos bandos. Aquí
ya hay dos bandos).
Unas páginas compactas, apretadas,
para contener la voz y la memoria,
el llanto de la guitarra y la danza del negro
(¡arena de caimán y miedo sobre Nueva York!),
oasis recóndito
donde sin miedo brota
el agua de los versos callados, reprimidos,
de la boca vilmente asesinada
(el niño busca su
voz, la tenía el rey de los grillos).
-Mamá, ¿tú conociste a Federico?
-No, hija, lo asesinaron.
-Pero si era un poeta, ¿quién puede matar a un poeta?
(compadre, quiero morir
decentemente en mi cama).
Pena ay, penita pena!
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