Yo era un cazador
de quimeras, un loco divino, un artista en bancarrota cuando la encontré.
Estaba a punto de dejar atrás la juventud, de dar por perdidos todos los
trenes, de beber el cáliz de la derrota y resignarme a ser el mercenario que
emborrona lienzos por encargo para satisfacer la vanidad de los burgueses
cuando la conocí.
Era
la estación del apogeo de los girasoles y un resplandor radiante se colaba por
la ventana. Su padre, mi cliente, pensaba que era el mejor ambiente para
pintarla, pero a mí, cuando la tuve delante, no me hizo falta nada más.
Enseguida sentí un magnetismo salvaje que me llevaba hacia la muchacha y su
mirada me envolvió en la luminosa serenidad de su belleza. Entre ambos se
estableció una tácita comunicación hecha de gestos y de silencios. Ella, en la
medida que se lo permitía el recato de su timidez, me mostraba su entusiasmo
por mi obra y yo, sin abandonar el que sabía mi puesto de asalariado, de
artista por encargo, le devolvía mi complicidad en forma de sonrisas corteses y
palabras amables. Pero ambos sabíamos que, al mismo tiempo que aquel retrato,
entre los dos estábamos tejiendo un vínculo sutil que nos ataría por encima del
tiempo y el espacio.
La
tarde que terminé mi trabajo, una tarde dorada de vendimia, me despedí de la
muchacha y corrí colina abajo respirando el olor agridulce a uva y mosto joven
que llegaba a mis pulmones para embriagar, más aún si cabe, mi sangre y mis
sentidos. Mi cliente, complacido, me había pagado el precio estipulado, pero yo
me llevaba un bien más preciado que aquellos billetes que engrosaban mi
monedero, un bien que desde entonces siempre me acompañaría y que sería mi
gloria y mi condena.
Empecé
a pintar como un poseso. Febril, convertía la blancura de los lienzos en luz,
su luz, no podía dejar de plasmar en un sinfín de formas, de imágenes, aquello
que se había apoderado de mis entrañas, que me quemaba hasta el tuétano. Pinté
y pinte, me olvidé de todo, me abandoné a ese frenesí, a ese vértigo creador
por el que nunca antes me había deslizado. Ya sólo vivía para mi arte, el que
creía mío, el que me brotaba del corazón y manaba por todos los poros de mi
cuerpo.
Y
puedo decir que triunfé: Barcelona, París, Londres, Nueva York… Las
exposiciones se sucedían al mismo ritmo vertiginoso con el que yo creaba,
innovaba y experimentaba. La crítica se rendía a mis pies, las galerías más
prestigiosas me disputaban, me había hecho un nombre, mi nombre, y mi firma,
otra distinta de la de aquel joven retratista de burgueses y señoritos
convertía en oro todo lo que tocaba. Era el contraste, decían, de la
luminosidad serena con el atrevimiento formal lo que hacía algo único de mi
pintura. Pero sólo yo conocía el manantial del que brotaba mi arte.
Por
eso, cuando el tiempo quebró la lozanía en mis huesos, sentí que era el momento
de volver. Ante los ojos del mundo yo era un ganador en la cima, pero a mí el
espejo me devolvía la imagen de un viejo
exiliado con la soledad en los ojos, un artista desgastado capaz tan solo de
pintar añoranzas.
Así
que otra tarde en la plenitud del verano, volví a subir la ladera de los
girasoles y las viñas y de nuevo crucé el umbral de su casona. Ya no era aquel
pintor temeroso al que el fracaso pisaba los talones, no era el retratista a
sueldo quien retornaba, sino la vieja gloria que ha pretendido comprar el
pasado y sólo ha encontrado las ruinas que el tiempo ha dejado en su lugar. La
mansión, las viñas, el campo de girasoles, todo era ahora de mi propiedad, pero
en ese momento comprendí que el hombre
nunca puede apropiarse ni del instante ni de la felicidad.
Y así
fue como la encontré en un rincón del sótano, abandonada a la desidia del
tiempo con la sola compañía de las ratas y las arañas que parecían querer abrigarla
con sus telas. Nunca pensé que se produciría de ese modo nuestro reencuentro,
que la vería cubierta de polvo y suciedad pero bella y luminosa como antaño.
Recogí el lienzo del suelo y, como si se tratara de ella misma, lo limpié con
mimo y esmero, acariciando casi con el paño su rostro eternamente anclado en la
juventud.
El
hallazgo del cuadro me conmovió profundamente. Quise saber de ella, de la mujer
que me había llenado de luz, de esa fuente viva de la que desde entonces había
brotado mi obra. Si había vuelto, ahora sabía que era por ella. ¿Dónde y cómo
se encontraría? ¿Recordaría todavía a aquel artista sin suerte que la retrató?
Supe
así de sus desdichas, que la vida no la había tratado bien, que la desventura
la había perseguido y la tristeza había terminado por apagar el resplandor
sereno de su mirada. Me sentí entonces como un delincuente, un vil ladrón, el
ladrón de su luz, la que yo me llevé aquella tarde de otoño, esa por la que me
felicitaban críticos y entendidos, la que iluminaba mis lienzos y me había
elevado a la categoría de artista. Yo se la arrebaté mientras intentaba
plasmarla en su retrato para que ni el tiempo ni las penas la pudieran
marchitar.
Por
eso en aquella aséptica habitación blanca, lo que hice ante aquella mujer
tempranamente envejecida de ojos errabundos no fue sino un acto de restitución.
Tomé sus manos entre las mías y le hable suavemente, como se habla a los niños,
de aquellos días en que posaba para mí, en los que yo era mariposa girando
alrededor de su luz, mientras le acariciaba el rostro suplicándole que, aunque
sólo fuera durante un segundo, volviera del país de las brumas en el que su
mente había instalado su residencia. Y el milagro se produjo: fue entonces cuando
sus pupilas perdidas volvieron a
iluminarse para que retornara la clara serenidad de su mirada, y el rostro macilento
de aquella prematura anciana se tornó, cual espejo, en reflejo del lienzo
rescatado del polvo y de la amnesia del tiempo.
Ilustración: Casa con girasoles de V. van Gogh. Colección particular.
Me ha conmovido este relato de pérdida y restitución. Un abrazo, Inma.
ResponderEliminarHermoso y conmovedor.
ResponderEliminarManuel Villalpando
Maravilloso relato. Conmovedor.
ResponderEliminarGracias.