No es por reabrir polémicas que para mí no son tales, ni por dar remoquete a nadie, que no es día para ello, sino para la ilusión y para disfrutar, pero la diatriba del día de Reyes de este 2016 me hizo el otro día desempolvar de bites antiguos y sacar del cyberdesván de los discos duros olvidados un relato que escribí hace ya al menos trece años y que, montado en un power point muy mono, porque entonces todavía no era capaz de las virguerías gráficas que ahora más por obligación que por devoción hago, me sirvió de felicitación de Navidad.
Era, algunas de las personas que me leen es posible que lo recuerden, un cuento navideño feminista y teológico, lo reconozco. En él se puede ver sin lugar a dudas la pluma de la Teóloga de las Arenas así como el ramalazo contestatario de la que en esos momentos estaba hasta el gorro de lecturas patriarcales de la tradición, pero os puedo asegurar que en ningún momento falsea las verdades filológicas y simbólicas de los textos, que son las únicas que en ellos podemos encontrar, porque las históricas lo cierto es que brillan por su ausencia: el evangelio de la infancia de Mateo habla de "magoi", es decir, sabios, astrónomos, que no reyes, y no precisa ni el número, ni el nombre, ni mucho menos el sexo pues en griego de la koiné el masculino es el género no marcado que, en plural, abarcaría tanto al propio masculino como al femenino (algo que gustan, por cierto, mucho de recordar quienes se oponen al lenguaje inclusivo, pero esa sí que es otra historia).
Así que, según el texto de Mateo, lo que tenemos es una serie de sabios que, como solía ocurrir en las leyendas de todas las personalidades importantes, habían visto la estrella natal del Mesías y acudían a adorarle con presentes, oro, incienso y mirra, es decir, la representación simbólica de la acogida del mensaje de Jesús por parte de los paganos, nada más. El resto se debe a una tradición que se fue forjando a lo largo de los siglos, sobre todo en los apócrifos y la Edad Media, y que a principios del siglo XX en España fijó una determinada iconografía.
Por eso en mi cuento aparecía un personaje femenino, una maga, alguien que se perdió en las brumas de los tiempos y que mi fantasía recuperaba para unirla a sus compañeros varones y, de paso, poner un poco de sensatez en esa historia. Aquí os lo dejo con mis deseos de que en esta noche mágica volváis todos a ser un poco niños y dejéis que la imaginación vuele con sus propias alas.
Cuenta un
viejo papiro perdido entre las telarañas de unos secretos archivos que los
Magos de Oriente no fueron tres, como afirma la tradición, sino cinco. Del
cuarto Rey Mago ya nos han llegado noticias. Fue aquel que se perdió entre los
vericuetos de la solidaridad y, cansado y moribundo, alcanzó a conocer al
Nazareno agonizante en la cruz.
Del quinto,
mejor dicho, de la quinta, nada se sabía, tal vez porque su memoria padeció el
olvido y la invisibilidad que tantas veces sufrimos las mujeres, tal vez porque
su figura fuera demasiado subversiva como para ser incorporada a la tradición.
Por eso hoy he querido rescatarla para vosotros. ¿Leyenda o realidad? No lo sé.
Tomáoslo como un bonito cuento, un cuento de Navidad.
Nuestra
protagonista era una sabia del Oriente, perita en variopintas materias,
conocedora de la naturaleza y del curso de los astros, que había avistado la
estrella del Niño de Belén y en una encrucijada se había unido a la caravana de
sus conocidos compañeros. Así, llegó con ellos hasta la cueva en donde lo
encontraron junto a sus padres.
Al lado del
oro, el incienso y la mirra, con toda su carga simbólica, nuestra amiga dejó
unos regalos que creyó más apropiados para un recién nacido: pañales, que una
madre nunca tiene bastantes, ropita de abrigo, unos patucos… Y reparando en el
desorden que reinaba por doquier y en el cansancio de la joven María, casi una
niña, tomó a la criatura, se la acercó al seno para enseñarle, paciente, el
femenino arte de amamantar mientras con firmes argumentos convencía a José de
que en esos momentos debía ser él quien se ocupara de las labores domésticas,
por más que aquello sonara a herejía entre los varones de aquella sociedad.
Y a María
habló de esta manera: “Desde mi tierra lejana he visto la estrella de tu hijo y
he podido comprender que se trata de un elegido que traerá un mensaje de
salvación a la humanidad, la esperanza para los pobres y oprimidos, ¿y quién
más oprimido que nosotras las mujeres? Se nos margina por nuestra propia
naturaleza, seres impuros de los que hay que huir y en los que no se puede
confiar. El mensaje de tu hijo trastocará este orden de cosas, por más que
vengan luego otros que utilicen sus palabras para continuar sometiéndonos. Pero
algún día serán las propias mujeres quienes, por debajo de la hojarasca de los
siglos, liberen sus palabras de esas falsas interpretaciones y no tengan ya más
miedo a su propia liberación”.
¿Fue en este
momento cuando María comenzó a guardar las palabras en su corazón?
Me gusta, no tuve ocasión de leerlo cuando lo publicaste hace trece años... hay tantas cosas absurdas que nos cuentan y de quienes creen tener la verdad, palabra que se tranforma conforme van sucediendo hechos y descubriendo otras realidades, todo es relativo.
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