La medina y
el zoco,
donde olores
y aromas
perfumaban
la vida
que bullía
entre los pasos
y la algarabía de pregones,
hoy humean el hedor
de los
cuerpos calcinados.
El
caravasar, descanso
del
peregrino de alma,
encuentro y
acogida
para el
nómada caminante
por las
sendas de la seda,
ya sólo a la
parca alberga
con su
pútrida faz ensangrentada.
Callejuelas
del silencio
por las que
el amor se perdía,
murallas
para contener
la memoria y
el olvido
por siete
puertas clausuradas,
yacen ahora
en la escombrera
que sepulta
la ignominia.
El sonido
acompasado
en los
versos del qudud
y las estrofas
del máqam
con los
acordes del tarab,
deleite y
gozo del sammi’a,
se trocan en
grito de muerte
que se
quiebra en las gargantas.
Nada queda,
sólo el macabro silbido
del misil,
mensajero de horrores,
el negro
repiqueteo de la metralla,
y el trueno
fatídico del obús ciego.
Nada
permanece.
Desolación.
Miedo.
Angustia...
La angustia
negra del abismo,
del crepitar
infernal de las hogueras
que asola a
la bella dama del Oriente,
desposeída de sus hijos sin piedad.
Los despojos
de Halab se desangran,
mientras el
mundo danza indiferente.
Así es. Al homo sapiens le han borrado el apellido.
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