Abrí mi
ventana a la clara noche de estío y dejé que la brisa reverberara entre las
sombras de la alcoba. Respiré con una profunda y lenta aspiración el olor
salino mezclado con el aroma del cercano jazminero. Vertí el agua de los
sortilegios en una jofaina y miré mis ojos a través de su espejo. La tenue luz
de las velas y la mirra que lentamente se quemaba en el pebetero hicieron el
resto.
La
espiral de la noche comenzó a girar hacia la izquierda y el vértigo de mi
propio agujero negro me tragó.
Yo ya
no era yo. El ensalmo del hipérico y la salvia, la magia de la verbena y la
hiedra se habían aprestado a cumplir su labor metamorfoseándome en dríada, un
sutil elemental de aire que se elevaba y danzaba por etéreos remolinos. Había saltado
fuera de mí y, desdoblada entre el cielo y la tierra, también fui hechicera que
recogía en su cesto madreselva y artemisa a un tiempo que escudriñaba con sabia
mirada entre los matorrales hasta encontrar y recoger con hábiles dedos el
trébole cuatrifoliado, mágico talismán del amor y la fortuna, mientras mi gata
rubia se embriagaba de nébeda, participando así ella también en la fecunda
lujuria del momento.
El
mundo se diluía en las sombras de la noche entre el juego de arabescos de las
llamas y el baile frenético que me convertía en sacerdotisa druida, oficiante
de Beltane y todos sus misterios para abrir las puertas clausuradas de Avalon
en el preciso instante en que se disipan sus nieblas: sumergirme en la mar y
emerger entre las olas sin perder de vista a la blanca dueña de la noche para
enjugar su llanto, las lágrimas que anuncian que la oscuridad es breve y que su
reinado se esfumará en temprana alborada para ceder su cetro al sol.
Pero la
espiral viró su rumbo a la derecha y yo volví a sentir toda la pesadez de mi
humana corporeidad. No era ya una criatura del aire, volvía a mi cotidiano ser
por una noche perdido. No había ya ni
tréboles ni hoguera, ni danza ni ensalmos, sólo las velas consumidas y apagadas
y el leve rastro de ceniza en el quemador daban fe de lo efímero de la magia.
Mi gata
rubia se desperezó a mi lado y me miró como cada mañana con sus ojos de faraona
a la espera de una caricia. Me senté en mi cama y, mientras le rascaba entre
las orejas, a mi cabeza acudieron todos los trabajos y compromisos de la
jornada. Pensé que el tiempo se agotaba y que tenía que hacer mi declaración,
no de amor, sino al fisco; que se acercaba el fin de mes y había que cumplir
con la seguridad social, así que tendría que ir al banco y de paso con mi mejor
sonrisa felicitar su santo al director que no hacía mucho me había negado un crédito;
también que no debía entretenerme en esas gestiones, pues mi amado y fiel
ordenador me esperaba cargadito de trabajo; que la semana ya estaba entrada y…
Y a veces la rutina cae como una losa.
Pero,
aunque sólo mi gata rubia lo supiera, yo había sido dríada, meiga, druida…,
había danzado con el aire y con el fuego, había pisado los umbrales de Avalon y
tenía conmigo mi trébole cuatrifoliado, mi talismán interior hecho de fe,
esperanza, amor y alegría contra esos mengues cotidianos que tanto se afanan
por hacer infeliz la existencia a los mortales.
Feliz noche de San Juan. Que a la luz de esta luna, gong de bronce, queden hechos cenizas todos los maleficios.
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