Veinticinco años han pasado desde el día en que aconteció esta pequeña historia personal. Veinticinco años en los que la vida nos ha ofrecido un surtido variado: alegrías y penas, sosiego y preocupaciones, salud y enfermedad, pobreza y riqueza... Un hijo con el carácter de su padre y las aficiones de su madre, y una hija puñetera como su madre y con los gustos de su padre, más cuatro gatas. Un buen saldo de esta travesía que partió de la otra orilla del Estrecho, de Tetuán con
UNA BODA EN LA MEDINA
La medina de Tetuán es un
dédalo intrincado de callejuelas al que se accede por diversas puertas, en
otros tiempos de cierre nocturno, una paleta en la que aromas variopintos
mezclan sus colores, un lugar de verdad que todavía no se ha convertido en
escenario y cartonaje para turistas. Allí la vida fluye real y cotidiana en el
horno y el hamman, en el mellah antiguo con el puzzle de sus
casonas milagrosamente encajadas y en los zocos populares de la gente bajada de
la montaña, donde la lujuriosa variedad
de frutas y hortalizas de temporada se entremezcla con el olor acre de los
animales vivos para el sacrificio.
Y es que cualquier cosa que
pensarse pudiera es fácil de encontrar entre los muros de esta ciudadela
salpicada de minaretes y diminutas mezquitas como pajes de un particular
séquito que escoltara la majestad de
Yamaa Kebir, la casa grande de oración, con su patio porticado y su
orgullosa torre de mirada fija al oriente. Allí va el prometido a comprar los
anillos de la dote a las minúsculas joyerías de Mohammed Torres, antigua calle
Comercio; allí la señora que busca tela para un hermoso caftan o el caballero que desea un chilaba de buen corte
confeccionada por un sastre de los “de toda la vida”; allá, al lado de Bab
Ruah, frente al palacio, la chiquillería deseosa de degustar dulces
tradicionales y contemplar las pajareras o los paladares exquisitos en busca de
frutos secos y dátiles de diversa calidad y calibre; y más abajo, por el camino
del cementerio, el olor inconfundible del hueso de la taracea forma conjunción
alquímica con la pestilencia de las curtidurías cercanas al barrio de los artesanos
del cuero, pero para entonces ya habremos pasado por infinidad de comercios y
tenderetes preñados de más variados objetos y mercancías: tiendas de ropa
tradicional y occidental, nueva y usada, puestos de segunda o vaya usted a
saber qué mano, bazares, estrepitosas casas musicales con su soniquete de rai o la eterna voz melancólica de
Feiruz, fotógrafos que exhiben sus
reportajes de novias circunspectas o niños circuncisos, palacios para
celebraciones con sus propias orquestas y el inevitable palanquín en la puerta,
buscavidas de los más diversos oficios, vendedores de mercancía ceutí… Y gatos,
muchos gatos, gatos de todos los pelajes y tamaños: enormes machos atigrados,
mininos negros como pequeños shaitanes,
rubios o moteados y moriscas de ubres colgantes que amamantan la enésima camada.
Porque es que para un occidental es chocante no encontrar un solo perro en la
medina tetuaní, pero los gatos forman un submundo, son otra sociedad con sus
propias clases y reglas y, como no, sus derechos consuetudinarios adquiridos.
A mí siempre me gustó perderme
por estas callejas. Antes de conocer a Khalid, cuando, ¿quién lo diría?, si
alguien me hubiera soplado al oído que mi boda se iba a celebrar dentro de
estos muros hubiera soltado una soberana carcajada, en cualquiera de mis muchas
escapadas al moro, solía coger a una mis
sobrinas, que entonces no era más que una niña, de la mano y corría a perderme
literalmente entre la multitud abigarrada en la plaza del palacio camino de
aquel territorio prohibido por desconocido a impregnar mis sentidos con su peculiar algarabía. Entonces casi no me
atrevía a llegar más que al cruce de la
farmacia. Era el recorrido ya sabido, el terreno firme del que era conocedora,
un pasaje de ida y vuelta que en cada incursión iba ampliando más, atraída
por el deseo de romper los velos del
misterio de aquellos barrios, de los
pasajes sombríos y los portalones de sus
casas de rejas andalusíes, no tan distintos a muchos de mi tierra natal, pero
que, a diferencia de estos, conservan aún el sabor de lo cotidiano y la sangre
de la vida por las arterias de sus recoletos callejones en medio de una decadente
belleza que pide a voces una restauración.
Visto en la distancia, llego al
convencimiento de que tal fuerza de atracción no era otra cosa que el futuro,
empeñado en llamarme y advertirme que en breve, este mundo iba a formar parte
determinante de mi vida y de mi historia.
En Marruecos, como en todo el
ámbito musulmán, y en realidad en cualquier cultura, las bodas son un
acontecimiento familiar y social de primer orden, un universo simbólico cargado
de ritos, tradiciones y gestos con sus significados propios que se entrelazan
para formar un tapiz multicolor de sentidos a veces olvidados. El matrimonio es
de capital importancia en el Islam, hasta el punto de considerarse que quien se
casa realiza la mitad del din y, aun
siendo un contrato privado entre un hombre y una mujer, hay que darle la mayor
publicidad posible, hacer partícipes a la familia, las amistades y el
vecindario de la fiesta. Por eso se adornan con guirnaldas de luces y estrellas
luminosas las puertas de los desposados, se traen orquestas tradicionales y las
celebraciones pueden durar días, durante los cuales exquisitos manjares, dulces, té y bebidas,
sin alcohol, claro, corren a discreción para agasajar a toda aquella persona
que asome por el dintel, mientras la novia, la arusa, es embellecida por sus hermanas y amigas y cambia
frecuentemente de atavío.
Lo que la mayoría de personas
ajenas a esta cultura desconocen es que los protagonistas de estos fastos hace
ya algún tiempo que, legalmente, son marido y mujer. Entre los musulmanes el matrimonio
no es considerado, como en las iglesias cristianas, un sacramento, entre otras
cosas porque tal concepto no existe en su universo religioso; es un contrato
con sus cláusulas y condiciones y ha de firmarse con los padres, o algún varón
de respeto de la familia, como testigos delante de dos jueces, los abdules, que dan fe de que ambos contrayentes
son aptos y van libremente y de la cuantía de la dote que el desposado entrega
a su futura mujer. Pues bien, este requisito legal, que generalmente se realiza
en el domicilio paterno de uno de los novios, es una sencilla ceremonia privada tras la cual
los asistentes se regalan con un té y unos pastelitos o a lo sumo con una comida;
la gran celebración, el momento de tirar la casa por la ventana, vendrá meses o
incluso un año o dos después. Durante
ese periodo continúan viviendo con la familia de origen aunque ya podrían realizar
vida conyugal plena.
Yo, aunque conocía esta
circunstancia, por cierto muy frecuente entre los pueblos semíticos, nunca me
había explicado del todo la razón de esta postergación. Y es que, por mucho que
frecuentara aquellas tierras, mi mentalidad no dejaba de ser occidental, ¿qué
necesidad había a finales ya del siglo XX de mantener una costumbre que me
resultaba más bien propia de mis lecturas del Antiguo Testamento? A mi, que
tenía infinidad de amigos varones con los que incluso había llegado a compartir
piso de estudiante, que me relacionaba con toda naturalidad con todo bicho que
se moviera independientemente de su sexo, no dejaba de parecerme un tanto artificial y
falsa esta costumbre y la juzgaba como un gesto más de hipocresía social de los
que se dan en cualquier parte del mundo, algo así como el vestido blanco de
nuestras novias, que dicen simboliza la pureza y la virginidad, aunque muchas
ya ni se acuerden de ello. Luego me daría cuenta que tenía aún mucha más
actualidad y validez de la que yo en principio le otorgaba.
Y es que, a pesar de la escuela
mixta, del acceso de las chicas a la universidad y al mercado laboral, la
segregación sexual todavía sigue siendo fuerte en Marruecos y, aunque algunos
casos se darán, casi no se conocen noviazgos al estilo de los nuestros. Los
jóvenes tienen pocas oportunidades de conocerse e intimar y todavía está muy
vigente entre ciertos sectores sociales la búsqueda de pareja por medio de vecinos
o parientes así como los matrimonios dentro de una misma familia entre primos. Siendo
así las cosas, hagamos el juicio que hagamos de ellas, es normal que las
parejas se den un tiempo para poder tratarse con mayor libertad y conocerse, en
todos los sentidos, con vistas a la formación de una familia, ya que de otro
modo difícilmente pueden llegar a un conocimiento mutuo, por lo que este
periodo de tiempo equivaldría a algo así como lo que en nuestro contexto eran
esos noviazgos tradicionales en los que el padre de la joven debía dar permiso
al chico para “entrar en casa” o se iba a “pedir la mano” de la muchacha en
cuestión (curiosa metonimia por cierto, ¿o tenemos que llamarla mejor
metáfora?), y hemos de reconocer que estas costumbres no nos cogen tan lejos.
Personalmente siempre me costó
aceptar esos usos sociales. Mi natural libertario y mi convencimiento feminista
me han hecho desde muy jovencilla rebelarme ante esa subordinación de la mujer
que debía pasar de la tutela del padre a la del marido y de hecho nunca pasé
por ello, lo cual me costó no pocos enfrentamientos con la autoridad paterna.
Por eso todavía se me hace más cuesta arriba pensar que una chica pueda
consentir o incluso desear firmar un contrato matrimonial, por muy reversible
que sea, con alguien prácticamente desconocido que una persona mayor de su
entorno le ha buscado. Y lo mismo digo para el varón, que conste. Tal vez es
que yo sea de las que tienen que calar el melón antes de comprarlo, y aun así,
¡cuántos melones salen pepinos! Pero, por otra parte, reconozco que el ser
humano es un mundo, que no podemos juzgar situaciones a la ligera porque,
¿tanta diferencia hay entre encontrar tu pareja por medio de una tía o un
vecino que a través de un chat en internet? Sin embargo lo segundo nos parece
el no va más de la modernidad y el avance tecnológico, mientras lo primero lo
relacionamos con primitivismo, clanes nómadas e intercambio de mujeres por
cabras. Ambas situaciones son igualmente ajenas a mi modo de ver la pareja y el
matrimonio, más que nada porque en el fondo lo que está subyacente es el deseo
abstracto de emparejarse que yo nunca he sentido si no se me ha cruzado por
delante la persona adecuada.
Y, como ya os conté
anteriormente, esa persona se me cruzó cuando menos lo esperaba, y aquí me
tenéis sometida a una serie de rituales completamente ajenos a mí, comprometiendo
mi vida en una lengua que no entiendo del todo y representando un papel en el
que nunca pensé que sería protagonista. Claro que lo mismo podría deciros
Khalid, si alguna vez se animara a desnudar sus experiencias.
Había muchas cosas dentro del
ritual de bodas que me resultaban chocantes y nada adecuadas a mi manera de
pensar y ver la relación de igualdad entre hombre y mujer, pero, no es extraño
pues lo mismo me había sucedido siempre con los usos matrimoniales de mi
contexto social. Y es que, tengo que aclararlo, a mí nunca me han gustado las
bodas y he evitado todas las que he podido. Si, curiosamente, había pedido en
alguna ocasión asistir a alguna en Tetuán era más bien por interés sociológico
y cultural que por otra cosa amén de por el colorido de los rituales. Sin embargo,
la nuestra no sería una boda al uso.
Lo primero que tuvimos que
hacer es arreglar una montaña de papeles, algo que os aseguro nada tiene que
ver con la imagen romántica del matrimonio, tanto en el consulado español como
en los ministerios marroquíes en Rabat, coleccionando sellos que a su vez exigían
otros sellos de las más diversas oficinas. Nos tocó peregrinar de despacho en
despacho, hacer cola con los familiares de los presos que van a solicitar
permiso de visita en el Ministerio Interior, discutir por nimiedades debido al
cansancio y al estrés que supone no saber cuándo te dirán que ese farragoso papeleo
ha terminado. Parecía que la burocracia se había propuesto poner a prueba
nuestra determinación de unir nuestras vidas. Y me contaban que para otras
personas todavía había sido peor, pues yo al menos contaba con las relaciones
que mi familia tenía con algunos funcionarios del consulado y esa parte, que me
consta es bastante desagradable, se me hizo más leve ya que, al proceder de
familia allí conocida, nadie puso en duda mis intenciones ni se me hicieron
preguntas capciosas. Por eso, desde aquí
recomiendo a quienes decidan emparejarse legalmente con personas de otra
nacionalidad, máxime si son de fuera de las fronteras de la Comunidad Europea,
paciencia, mucha paciencia y nervios muy templados, por que es que la
administración tiene razones que ni el sentido común ni el corazón podrán nunca
entender.
Pero, al mismo tiempo que
nosotros nos dedicábamos a reunir todos los requisitos administrativos, las
mujeres de la familia de mi prometido se afanaban, ilusionadas, en otras
cuestiones más festivas y domésticas. Y es que tengo que decir que todas ellas,
su madre, sus hermanas, se tomaron como algo propio la celebración de nuestras
bodas y volcaron en ello todas sus energías. Sé de algunas europeas que no han
sido bien recibidas por las familias de sus novios marroquíes y el propio
Khalid me contó situaciones nada agradables vividas por amigos y conocidos, lo
cual no hacía más que afianzarme en el convencimiento de la suerte que había
tenido al contar con una suegra que, si algún recelo hacia mi persona se había
dado, supo neutralizarlo al abrirme su corazón y recibirme como si de una hija
más se tratara, y con el respeto absoluto del padre de Khalid a las decisiones
de sus hijos adultos. Desgraciadamente, ambos han fallecido ya, que Allah les
haya concedido la paz.
En medio de tantos afanes, yo me debatía interiormente entre mis
profundas convicciones y mi deseo de agradar y agradecer tantas atenciones y desvelos. Cuando Khalid
me habló de la ceremonia de la henna,
por ejemplo, la primera reacción fue negarme en absoluto a pasar por lo que
imaginaba una tortura, el tener que permanecer quieta en exposición con manos y
pies embadurnados en una sustancia más parecida al barro que otra cosa mientras
un grupo de mujeres solas baila a mi alrededor y meriendan té con pastas, ¡no sabía lo equivocada que
estaba! Gracias a Dios oí el consejo que una persona me dio, “tu relájate y
disfruta” y me dediqué a ponerlo en práctica. Era mi boda, me unía a la persona
que quería, al varón que libremente había elegido, si las formas y simbolismos
encerraban unas connotaciones patriarcales y machistas, como en casi todos los
usos nupciales en el mundo conocidos, incluidos los occidentales, era algo que
a mí, dadas mis circunstancias, no me afectaba, ¿acaso iba ser yo misma la que
me hiciera mala sangre con nimiedades y
me amargara inútilmente aquellas jornadas?
De lo contrario, me decía, lo mejor era no haberme prestado, pero ya que
estaba allí, no me costaba tanto seguir la sabia conseja, relajarme y
disfrutar, ¡para una vez en la vida que iban a tratarme como una reina! Porque
eso es una novia en Marruecos o en Noruega, una efímera reina, la protagonista
indiscutible de un rito iniciático que,
se supone, le abre las puertas de una nueva vida. Lo que ocurre es que, cuando el matrimonio no ha sido fruto de una
libre elección, y a veces aun siéndolo, ese dintel suntuoso da paso a una dura
existencia de esclava, y la muchacha de esta forma agasajada, vive esos
momentos con tal zozobra y miedo al incierto futuro que le espera que en sus
ojos no se reflejan sino tristeza e incertidumbre ante la perspectiva de
abandonar la tranquila cotidianidad del hogar paterno.
Siempre he constatado que las
desposadas, sean del lugar del planeta que sean, observan en sus gestos cierto
pudoroso recato, así como una afectada felicidad. Se entiende que han de estar
bellas y radiantes, a la vez que sumisas y dulces. Esta impostura me había
hecho muchas veces sonreír cuando la que
se veía en tal tesitura era alguna amiga cuyo fuerte carácter e independencia eran públicos y notorios.
Pero ahora me tocaba a mí, y en un contexto que no era el mío, entre personas
que muchas de ellas desconocidas y en unas ceremonias que acentúan todos esos
rasgos. Y decidí que, por más que pasara por todos esos ritos, no iba a
dejar ni de ser yo ni de disfrutar.
Al cabo de los años, cuando
repaso las fotos de esos momentos vuelvo a revivir aquella tarde en el salón de
la casa de mis suegros, rodeada de las mujeres de la familia, y veo a una joven
vestida de blanco, envuelta en encajes, con manos y pies tatuados con hermosas
filigranas de color cobrizo sentada sobre una pila de cojines, mientras que a
mi mente vuelven agradables sensaciones: el aroma penetrante del té con
hierbabuena, la dulzura de los pastelillos, la algarabía de la música que
invitaba a bailar, tanto que yo misma, dejando a un lado la circunspecta seriedad
que había visto en otras arusas, que
cierran los ojos y apenas se mueven, en el momento que puede abandonar la
inmovilidad a la que los emplastos de henna
me obligaban, me lancé a mover las caderas con la sugerente melodía que a todas
las presentes ya envolvía con sus sones rítmicos y sensuales, atrevimiento que
motivó que alguien subiera una vieja cinta venida sabe Dios cuando de España y
que tuviéramos un fin de fiesta que hoy calificaríamos de “intercultural”
bailando por sevillanas.
En la medina de Tetuán, que es
la ciudad antigua amurallada, se celebran en verano muchas bodas, debido a que
los viejos palacios del barrio se han acondicionado para estos acontecimientos.
Quien quiera ver una de ellas en todo su
esplendor, no tiene más que acercarse y podrá comprobar la magnificencia de
estos rituales: orquestas, palanquines para pasear a la recién casada, luces, y
comida, sobre todo comida. Al caer la tarde las mujeres, ataviadas con los
típicos kaftanes, que se cubren
debajo de la chilaba, vuelven de sus festejos con sus paquetitos de dulces en
las manos, y al anochecer comienzan las fiestas de los varones y aquellas en
las que se reúne toda la familia. Sin embargo, nuestra boda, por deseo de
ambos, fue mucho más sencilla. Aunque se sacrificó un cordero, me vestí de
forma adecuada al evento, hubo algarabía de albórbolas y fiesta, nosotros, a
diferencia de otras parejas, lo que teníamos que hacer era eso, casarnos, dar
nuestro expreso consentimiento ante los abdules
cada uno acompañado de un varón de respeto de su familia, además yo, lo
quisiera o no, tenía que recibir mi dote, las dos cosas que más me costaba
asimilar de todo este conjunto de ritos y tradiciones. Si yo llevaba años
siendo independiente y gestionando mi
vida, ¿a qué venía ahora tener que contar con un familiar, además de sexo
masculino, para que me “entregara”? ¿No era yo la que voluntariamente decidía
vivir en pareja? ¿Y la dote? ¿No era una especie de “compra” de mi persona?
Durante muchos días lo hablamos Khalid y yo. Por la “entrega” no tenía más
remedio que pasar, así lo exige la ley, y no servía una mujer (yo creo que eso
es lo que más me fastidiaba), pero para eso estaba mi tío que se prestó a
hacerme una vez más de padrino (ya lo había sido hace muchos años ante la pila
bautismal); ahora bien, a la dote me resistía con todas mis energías: “vamos,
que no ha nacido el tío que me compre, pensaba; que yo ni con todo el oro del
mundo paga me paga a mí este”. Y él, con la paciencia que le caracteriza, venga
a explicarme una y otra vez que no, que no era compra, que eso se considera un
regalo que el novio le hace a la esposa, que ese dinero es para ella, no para
su padre o su familia, que las mujeres se sienten bien y orgullosas cuando se
lo dan. Sí, le respondía yo, pero eso serán las de aquí, porque lo que soy yo
no necesito que tú me hagas ningún “regalo legal” de ese tipo. Así llegamos sin
aclararnos al momento de la firma y, como era también requisito imprescindible,
opté por preguntar si existía un mínimo
establecido y cuando me dieron una respuesta afirmativa me acogí él como
rechazo testimonial a tal práctica. Después de los años he llegado a comprender
que para muchas mujeres la dote representa el único dinero verdaderamente
propio que van a manejar en la vida y que en su contexto social puede llegar a ser
un prestigio el recibir una cuantiosa, por más que a mi me siga pareciendo una
especie de compra-venta. Si las mujeres fueran verdaderamente autónomas e
independientes, y no me refiero sólo a independencia económica, a buen seguro
que rechazarían tales prácticas o estas quedarían reducidas a meros gestos
simbólicos, recuerdos del pasado, como las arras que se utilizan en las bodas
católicas, que en origen no eran otra cosa que el símbolo de los bienes que el
marido compartiría de manera unilateral con su esposa.
Hubo un gesto que sí tuve
especial interés en no saltarme, al que de verdad encontré sentido aunque no
era de obligado cumplimiento legal, sino una bonita tradición preñada de
simbolismo: antes de que la pareja se retire la madre del novio les ofrece
dátiles y un tazón de leche del que ambos contrayentes beben. Me parecía que
era una bella e íntima manera de sentirme acogida en la que ya consideraba
también mi familia, y el hecho de que fuera precisamente su madre la persona
que lo oficiaba todavía le confería más valor sentimental y afectivo, un acto
de comunión casi sacramental.
Lo que sí me perdí, y me
hubiera gustado realizar, es el paseíto en palanquín, ¡con lo bien que me lo
hubiera pasado ahí dentro! Pero había una dificultad insalvable y es que ese
artilugio se utiliza para llevar a la novia desde la casa de sus padres hasta
el domicilio conyugal, ¡y o no iba a cruzar el Estrecho dentro de esa caja a
hombros de unos esforzados varones! Además, y pensándolo bien, aparte de la
juerga que podía yo montar durante el recorrido, no podía olvidar que esta es
otra de las formas de encerrar a las mujeres, ya he dicho que casi todos los
rituales nupciales suelen ser bastante machistas, y para encierros los Sanfermines.
Recuerdo con muchísimo cariño
este día de mi boda marroquí y aún ahora, no puedo evitar emocionarme mientras
escribo estas líneas. Para mi fue la entrada oficial a una realidad muy distinta
a la mía y en ese sentido sí puedo considerarlo un ritual de paso, el dintel de
una nueva vida en la que tendría que incorporar también otras miradas y
experiencias que me obligarían a abrirme a un universo cultural muy diferente
en el que tendría que aprender a desenvolverme desde mi propia identidad
procurando enriquecer mi ser con todo el
caudal de valores que en él pudiera hallar. Y en ese empeño estoy todavía.
Si nos ponemos en la
perspectiva del que ya era mi marido, tendríamos que reconocer que ese ritual
de paso, ese atravesar el dintel, lo hizo él días más tarde cuando, una vez de
vuelta en Sevilla, celebramos nuestra boda cristiana. Imagino que para él
tampoco debió ser fácil someterse a nuestras costumbres y traiciones, por más
que la de aquí tampoco fue una boda al uso, de esas que hacen un despliegue
para mi gusto desproporcionado de gastos y festejos, sino una ceremonia íntima
muy preparada, que para algo una es teóloga, en una pequeña iglesia (eso sí, oficiada
por dos curas que a punto estuvieron de ser tres) seguida de una pequeña
celebración con familiares y amistades. Y es que, al menos en nuestro caso, se
ha cumplido la afirmación que oí en cierta ocasión, que no deja por otra parte
de ser un tópico más, y que decía que la duración de un matrimonio es
inversamente proporcional al derroche realizado el día de la boda.
(Del libro De amores y sabores. Recetas y secretos de una familia intercultural)