En este otoño en el que caen las hojas
del tiempo perdido y la memoria amada
siento el desprendido silencio de tu ausencia
y te busco, y no te hallo; y te anhelo, y no te tengo.
No sé en qué prado te arrebató negro sino,
en qué floresta se agrietó tu suelo,
por qué entre las muchachas fuiste tú la elegida
para hundirte en los abismos de oscuros lodazales.
En este invierno de estériles heladas,
que calan con impía crueldad los huesos,
removeré el infierno hasta encontrarte,
no importa cuán profunda sea la sima,
ni cuán fuerte el abrazo de Hades.
Ataré mi corazón al tuyo de gacela,
seré tus alas si las tuyas se quebraron
para devolverte a la luz pura y sin miedos.
En este renacer de la vida que se impone,
en el despertar del mundo y de tu historia,
estará prendida mi antorcha ante tus pasos,
que su resplandor te guíe por sendas de esperanza
en el camino que marca el sol de mediodía,
por la estación del céfiro y las suaves mareas,
del murmullo del río y los granados en flor,
para que retornes, Perséfone, de la otra orilla.
Escribí este poema hace bastantes meses. Es el primero de un poemario del mismo nombre que querría que hubiera visto la luz hoy, pero que ha decidido retrasar su nacimiento. Persefone es el testimonio de unos meses difíciles, pero también de una fe inquebrantable en la vida, de una esperanza teñida de anhelos y, sobre todo, de un amor tan inconmensurable que es capaz de dar la vuelta al mito, porque Perséfone ya nunca más volverá con Hades.
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