A M.T.S.G., porque nunca una huelga
tuvo tanto sentido.
Cada vez me gustan menos esos mensajes sobre lo maravillosas y
estupendas que somos las mujeres y lo mucho que valemos, sobre todo cuando
aparecen en vísperas del 8 de marzo, tanto si los comparten varones como si lo
hacemos nosotras mismas.
Y no me gustan por varios motivos.
Porque es que, para empezar, las mujeres, por el mero hecho de
haber nacido como tales, no somos mejores ni tenemos por qué serlo, pero
tampoco poseemos todas unas cualidades innatas distintas a las de los varones:
cada una somos de nuestro padre y nuestra madre y hemos nacido de una leche.
Por ser mujer no soy ni más hacendosa, ni más cuidadosa, ni más ordenada, ni
más dada a nada. Vamos, que no soy de Venus lo mismo que ellos no son todos de
Marte, porque también podemos ser de Urano o de Mercurio. ¡Ah! Y en mi caso se
me da de vicio orientarme, con o sin mapa, pero al mismo tiempo soy incapaz de
mantener ordenado con esmero el cajón donde se guarda mi ropa interior.
Pero es que además, este día no va de eso. El 8 de marzo no es el «Día
de la Mujer» a la manera del «Día de la Madre». No es una fiestecita para
celebrar y para decirles a las féminas lo estupendas que son o mandarles
felicitaciones y ramos de flores, sino una jornada para reflexionar y para
reivindicar, para poner de manifiesto que si algo hemos conseguido, nadie nos
lo ha regalado, que ha sido a base de lucha, tanto personal como colectiva, y
que el feminismo es una filosofía y una praxis de igualdad, que no quiere poner
a nadie por encima de nadie, sino dar a todos, hombres y mujeres, el sitio que
como seres humanos plenos y libres les corresponde.
Por tanto, en esta fecha no quiero felicitaciones porque nacer
mujer, y en según qué parte del mundo lo hagas, más, no es ninguna bicoca y no
está el patio para felicitaciones, sino para reivindicaciones. Y no, no me vale
eso de que ya lo hemos conseguido todo, porque es una falacia. Algunas, gracias
a nuestros esfuerzos unidos a las
circunstancias que nos han rodeado, hemos conseguido un desarrollo personal
satisfactorio, semejante al de muchos varones de nuestro entorno, es cierto,
pero aun las más privilegiadas, entre las que no dudo que me encuentro, hemos
padecido en más de una ocasión alguna que otra pequeña infamia machista, ya sea
en forma de grosería, tocamiento, condescendencia varonil o necesidad de
demostrar en demasía nuestra valía. Y de ahí para abajo.
Sí, porque también en nuestras sociedades occidentales, en las que
ya hemos conseguido que no se nos lapide por adúlteras ni se nos mutile nuestra
más íntima anatomía o se nos cubra de pies a cabeza, en las que en teoría las
leyes nos colocan en plano de igualdad y, una vez llegadas a la mayoría de
edad, ya no tenemos que solicitar la firma de nadie para nada, en estas
sociedades supuestamente «avanzadas», queda mucho camino por recorrer. Que
existan juezas, ministras, investigadoras, empresarias o escritoras, que las
aulas universitarias estén colmadas de chicas o que algunos (que no todos) de
los catálogos de juguetes no diferencien entre juegos de niñas y juegos de
niños o en los institutos se hable de violencia de género no significa, ni
mucho menos, que la igualdad se haya logrado y, a poco que nos distraigamos, lo
más probable es que empecemos a retroceder.
Ninguna mujer nace víctima, ni las que han visto la primera luz en
Occidente ni las que lo hicieron en cualquier zona desfavorecida del Planeta,
por la sencilla razón de que ningún ser humano lleva el victimismo en los
genes. Por eso nunca se me habría ocurrido educar a mi hija como tal: la he
educado para que se sienta igual a su hermano y para que tenga los ojos muy
abiertos para detectar las trampas del sistema, para darle instrumentos que la
ayuden a protegerse de los depredadores. Pero eso no significa que,
desgraciadamente, una gran mayoría, en mayor o menor medida, termine por ser
convertida en víctima por el patriarcado, algunas nada más pisar este mundo. Y
me parece una frivolidad de nueva rica, una falta total de sororidad con las
más desfavorecidas afirmar lo contrario desde esa siempre falsa seguridad
(porque en la vida todo es azaroso) que da verse encumbrada en la cima, con
total olvido de las circunstancias favorables que tornaron más fácil y
venturosa la escalada.
Así que mañana, aunque con ello no arregle el mundo, esta humilde
amapola silvestre piensa sacar a pasear el violeta de su corazón multicolor
para reivindicar a aquellas que no han tenido su suerte: por las lapidadas y mutiladas, por las
condenadas a la pobreza más extrema, por las refugiadas de todas las guerras y
las muertas en todos los feminicidios, pero también por las que aquí, tal vez a
pocos metros, viven el infierno del maltrato, por las que no pueden conciliar o
las que soportan la doble jornada porque, como no tienen atributos masculinos
entre las piernas, se entiende que son ellas las que tienen que cargar con todo
el peso del cuidado, con las faenas de la casa y la intendencia doméstica
después de haber currado ocho horas en cualquier empleo, precario o no, y
también, ¿por qué no?, por mí misma, por todas las guarrerías que en mi vida he
tenido que aguantar, por las veces que tuve que soportar que manos masculinas
no deseadas se posaran en mi anatomía, por los comentarios fuera de lugar que
mis oídos han tenido que escuchar y porque me da mi reverendísima y
eminentísima gana, que es una señora a la que no dejo de obedecer y
reverenciar.
Por cierto, ahora que lo pienso, aunque, como decía antes, el Día
de las Mujeres Trabajadoras no es como el Día de la Madre, no estaría nada mal
hacer que también aquel fuera como este y en vez obsequiar a las mamás con
regalitos y mandarles felicitaciones almibaradas, podríamos plantearnos una
jornada de lucha y reivindicación por otro tipo de maternidad más gozosa,
libremente elegida, compartida y menos sacrificada. Lo iremos pensando.
NOTA: Este artículo sale hoy 7 en vez del 8 porque mañana este
blog estará cerrado por huelga y reivindicación.